lunes, 5 de enero de 2009

Un rey mago

Patxi Barandiaran nació en Navarra en 1925, aunque fue por los pelos. Sus padres, emigrantes en tiempos de hambruna, habían hecho un pequeño capital en Argentina, pero volvieron a España en cuanto pudieron. Gracias a eso Patxi vino al mundo en Echalar, un pueblo humilde en la frontera con Francia.

A los diez años toda la familia se trasladó a Vera de Bidasoa, y allí Patxi descubrió su vocación: ser carnicero. Todos los días, camino de la escuela, se detenía en la puerta del matadero de Cinco Villas y, con los ojos bien abiertos, observaba cómo descuartizaban a las reses. A los 19 años no quiso esperar más y abrió su propio negocio. Poco después se casó con Maddi Choperena, que era de Lesaca y le quería con locura.

2003 fue un año negro para Patxi. En apenas cuatro meses se murieron sus dos hermanos y su mujer. Como no tenían hijos, esa Navidad fue triste y huraña, pero Patxi se juró que sería la última en soledad.

A su Maddi, su esposa, y a su hermano Pablo no les hubiese gustado verle consumirse de pena, tan alegres como eran. Durante muchos años los tres habían sido los carniceros de Vera, gente trabajadora y generosa, conocidos porque fiaban al que lo necesitaba. “A veces alguno se retrasaba en el pago, pero daba igual. Si alguien nos engañaba, allá él. Para nosotros la palabra es lo primero“, dice levantando unas manos grandes de pelotari. La calidad del género hizo que ganaran su buen dinero, “aunque también metimos horas. Muchos días hasta dieciocho”, y confiesa que todavía recuerda las recetas de los embutidos y patés que vendían con tanto éxito por toda la merindad de Pamplona.

Sin embargo, en la Navidad de 2003 todo eso era el pasado, así que Patxi metió los recuerdos en el morral y se decidió a ayudar a los más necesitados de su pueblo, que son los mismos en todas partes: los viejos y los disminuidos psíquicos.

Dicho y hecho. Patxi Barandiaran se puso manos a la obra y en poco más de tres años ha donado 420.000 € (casi 70 millones de pesetas). “Si tienes un millón, miras a ver qué hacer con él; si tienes cien, igual te pasas la vida pensando cómo conseguir más. A mi eso no me gusta”.
Con su dinero se han costeado las obras de un taller ocupacional y todo el mobiliario de la residencia de ancianos. Según la responsable del centro, Isabel Pardo, la generosidad de Barandiaran no conoce límites. “Cuando íbamos a los proveedores siempre decía que no me preocupara por el dinero, que cogiera lo que necesitara y que, si era de buena calidad, mejor. Así duraría más años”.

“Yo he llorado mucho y he rezado mucho. Mucho”, dice Patxi sin presunción. “Pero esto es lo que hubiese hecho Maddi. Ella era así, en nuestra casa nunca se cocinaba para dos porque siempre aparecía alguien a comer”. Su pueblo, agradecido, le ha puesto al asilo el nombre de su mujer: Residencia Maddi. “Es mucho más de lo que yo soñé porque nunca he querido agradecimientos. Si ahora cuento todo esto es porque en el pueblo dicen que, a lo mejor, así otra gente se anima a ayudar. Todavía nos falta el jardín”, suelta como si nada.

En un día como hoy, Patxi Barandiaran parece un rey mago aunque no lleve barba. Porque los Reyes Magos existen.

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