miércoles, 2 de enero de 2008

Divino Manuel


Poco a poco anochece camino de Belén y, entre sombras, se recorta la figura de María y José. Él camina en silencio agarrado al ronzal del borrico, ella se arrebuja en su capa para no coger frío.
No hablan, apenas se miran. Van recogidos, quizá en oración, cuando descubren en el horizonte la pequeña aldea que es su destino. Son dos judíos de viaje al pueblo de sus mayores para cumplir con la ley de Roma. Una ley ajena, pero que acatan aunque suponga un penoso viaje desde Nazaret. Sobre todo para ella, que está embarazada de muchos meses.

Ya es de noche en Belén. María reza sobre la montura y, susurrando, le dice cosas bonitas al niño que lleva dentro. Tiene miedo y siente paz. Todo al mismo tiempo, así es la vida. Sabe que en unos días, en unas horas quizá, nacerá el Hijo de Dios y ella es su Madre, Inmaculada. Está preparada para acunarle y darle besos, para pasar noches en vela cuidando de Él, el Salvador, el Cristo Jesús.

Mientras ella se deshace en dulzuras, José rumia empeños. Tiene que encontrar posada y todo está a rebosar. Algo mayor que María, José es un varón pacífico y capaz de ganarse el pan con su oficio de carpintero. Pero ahora está lejos de su taller y todo el mundo desconfía de un extraño que, de noche, llama a las puertas.

Una tras otra van llegando las negativas. “Está todo lleno”, “Es muy tarde”, “No hay sitio libre”. La Virgen observa en silencio y un poco triste al verle fracasar. José es bueno y dócil y siempre ha aceptado la voluntad de Dios, aunque no la entienda, aunque otros le inviten a repudiar a su mujer, encinta sin haber conocido varón.

Un herrero les dice que a las afueras de la aldea hay unas grutas donde se resguarda al ganado de la intemperie. Quizá allí encuentren refugio. José agradece el consejo mientras María escucha. Entonces anima a su esposo una vez más. “Vamos al aprisco, José. Será un buen sitio. Nadie nos molestará y el calor de las bestias nos librará del frío”.

José la mira con infinita ternura y siente un fuego interior que le abrasa. “No soy capaz de encontrar ni un jergón miserable”. Ella, mujer al fin, adivina sus pensamientos e insiste. “No te tortures, José. Dios está con nosotros”.

Es cierto. Dios les acompaña desde el principio de los tiempos, desde que los eligió y les dio un nombre. Son hijos suyos, hechos a su imagen y semejanza, escogidos para ser los padres del Mesías, el Redentor, el Ungido. ¿Qué pueden temer?

Con esfuerzo, el asno sube una pequeña loma. Atrás han dejado a unos pastores que les indican el camino a las cuevas. Hace frío y es de noche, pero nada les importa ya. Sólo quieren descansar y esperar al nuevo día, aunque sea entre paja seca y animales. Nada importa. Dios está con ellos. Sólo Dios basta.

Sin darse cuenta, sin ruido de palabras, va a comenzar el hecho más transcendente de la Historia. En realidad, el único acontecimiento verdaderamente histórico. Y será en una remota aldea de cabreros, confines del Imperio, mientras los grandes y los poderosos oprimen a sus pueblos y los aplastan y los tiranizan, ajenos al Dios que llega.

En Belén de Judea el Niño está a punto de nacer. Divino Manuel.