martes, 26 de agosto de 2008

Patada a la cubana


Fidel Castro ha salido de su urna para culpar a los jueces olímpicos y a "la mafia" (¿de Sicilia? ¿de Miami? ¿habanera?) del pobre papel de la delegación cubana en los Juegos Olímpicos de Pekín.

En un artículo publicado ayer en Granma, el ex comandante justifica además la brutal agresión del taekwondista cubano Ángel Matos al árbitro que juzgaba la competición por el bronce.

En medio del combate, el preparador cubano se puso a gritar "¡el árbitro está comprado!" y "¡fájate con él, atízale!", cosa que su discípulo hizo a conciencia, como se ve en la fotografía.
Sobre Matos, Fidel afirma que "nuestro luchador estaba asombrado por una decisión totalmente injusta, así que protestó y lanzó una patada contra el árbitro. A su propio entrenador lo habían tratado de comprar, estaba predispuesto e indignado. No pudo contenerse". Eso es espíritu olímpico, como puede comprobarse en la secuencia de fotografías que aporta el diario Marca y en la que se comprueba como Matos se encara con otro de los jueces.

Un robo "descarado"

Castro también ha acusado a los jueces de "robar descaradamente" la medalla de oro a tres boxeadores cubanos. "Vi a los jueces que les robaron descaradamente las peleas de semifinales a dos boxeadores cubanos. Los nuestros combatieron con dignidad y valentía; atacaban constantemente. Tenían esperanzas de ganar, a pesar de los jueces; pero fue inútil: estaban condenados de antemano", dice Castro.

En 2004 Cuba ganó cinco medallas de oro en boxeo en Atenas, pero ninguna en Pekín. Lo que olvida el longevo dictador es que tres de los oros de Atenas desertaron de Cuba y el cuarto fue expulsado del equipo nacional tras intentar sin éxito abandonar la isla.

"Ha sido criminal lo que han hecho con nuestro equipo de boxeo", ha clamado tras el fracaso en los JJOO. "En su furia, dejaron a Cuba sin ninguna medalla de oro en esa disciplina". Sí, ha sido criminal, igual de criminal que el régimen cubano.

jueves, 21 de agosto de 2008

El quinto evangelio


Si es usted cristiano lea este post. Si no, léalo también, no sea que se pierda la única noticia de la Historia que merece la pena ser contada. En realidad, el único hecho que merece ser llamado histórico. ¿De qué hablo? De algo sublime y revolucionario, de algo magnífico y escandaloso… Hablo del quinto Evangelio.

El quinto Evangelio no es un estrepitoso descubrimiento del National Geographic, ni un extravagante hallazgo de los investigadores de la Universidad de, pongamos por caso, Oxford o Nevada-Las Vegas. No le hará millonario. Ni siquiera le permitirá aprender inglés en una semana. Pero le cambiará la vida.

Si quiere descifrar los íntimos secretos del quinto Evangelio tiene dos posibilidades. Si yo fuera Dan Brown o, incluso, J.J. Benítez las opciones no serían tan raquíticas y seguro que diseñaría una trama capaz de hipnotizar a millones de lectores ávidos de historias inverosímiles. Una de esas novelas que se lee en la playa mientras los niños te azotan con el rastrillo, de las que se pasean por los aeropuertos y te permiten poner cara de detective venido a menos. Lamento no ser perito en misterios renacentistas. Mal que me pese a mí y a la magra cuenta corriente que manejo.

Por eso, si usted quiere desvelar el quinto Evangelio compre un billete con destino a Jerusalén. Si la aerolínea española le tiene frito con sus retrasos y huelgas entonces le aconsejo que vuele con El-Al, la compañía aérea más segura del mundo. Para eso es israelí y sus tarifas están alcance de todas las fortunas. Aviones viejos, pero seguros.

De este modo podrá vivir la experiencia más radical de su vida: visitar Israel y meterse en el quinto Evangelio. Ríase usted de los parques temáticos y su realidad de cartón piedra. Esto es otra cosa, amigo mío. Esto es Jerusalén, Jericó, Belén y Betania, el Calvario y el Tabor. En dos palabras, como diría el matador: Tierra Santa. El quinto Evangelio. Dios en directo, sin intermediarios ni cortes para la publicidad. Con la misma fuerza de las palabras reveladas a aquellos humildes escribanos, cuatro apóstoles que prestaron su pluma a Dios en una remota provincia del Imperio. Es decir, en el fin del mundo.

Muchos le dirán que eso de peregrinar a Oriente Próximo es una idea insólita. En los tiempos que corren es mucho mejor irse a Marina d’Or a freírse con todos los gastos pagados o conocer de primera mano las costumbres de los jíbaros en un viaje organizado a ninguna parte. Además, los judíos y los palestinos son unos irracionales que se matan por una porción de tierra calcinada y desértica. “Es mejor que no vayas”, le dirán con la mejor intención.

Pero usted ni caso. Usted a Tierra Santa. De ese modo sus zapatos recorrerán los caminos que Jesucristo pisó hace dos milenios. Esto, si lo piensa bien, sí es una noticia fantástica, una novedad absoluta, digna de la portada del New Yorker. Tenga además la certeza de que nadie viaja a Israel por casualidad. Lo bueno de buscar es que, al final, encuentras. Y te encuentras. Porque no es lo mismo que te hablen de Getsemaní que rezar en Getsemaní, poner cada diciembre el belén que estar en Belén y tener que agachar la cabeza –tal cual– para entrar en la basílica de la Natividad. Gran enseñanza la de la pequeña María. Agachar la cabeza.

Ya no le cuento nada del impacto que supone sentarse en el monte de la Bienaventuranzas y degustar su vista inmensa al compás de un alma que se ensancha. Justo delante, el Mar de Tiberíades y unos pescadores que aún siguen con las faenas duc in altum. Apenas a un tiro de piedra Tabgha, el lugar en el que Jesús confirmó a Pedro como cabeza de la Iglesia y donde multiplicó panes y peces para alimentar a una multitud hambrienta. Igual de famélica que hoy, sólo que entonces lo reconocían.

Un poco más allá Cafarnaún y la sinagoga donde Él enseñó. Enfrente los restos de la casa de Pedro. Todo recuperado gracias a unos franciscanos que, por su amor a los Santos Lugares, ya merecen un sitio a la derecha del Padre. No hace falta que hagan nada más… aunque lo harán. Buenos son los de Asís.

Sin embargo, hasta Galilea palidece cuando se llega a Jerusalén. “Ciudad de paz” parece ser que significa. Eso nos dijo Ángel Tabarés, un menudo sacerdote de largo recorrido que ha encontrado su sitio en la Ciudad Santa. Porque es cierto que la paz está allí, pero hay esforzarse en encontrarla, empeñados como estamos en buscarla donde no está. Luego pasa lo que pasa.

Por eso dicen en Jerusalén que mientras no ha haya paz en sus calles no habrá paz en el mundo. Por eso hay que recorrer la Vía Dolorosa entre el alboroto de los mercaderes musulmanes, o cantar el Pange Lingua en el Cenáculo o pararse en los ojos bíblicos del Hermano Gómez a la vera del Santo Sepulcro. Allí comenzó todo, en aquel sepulcro nuevo que Cristo eligió para resucitar. De otro modo, vana sería nuestra fe.

El quinto Evangelio. Ningún viaje en el mundo es comparable a peregrinar a Tierra Santa. Es lo que tienen los terremotos cuando se viven con el corazón.

lunes, 18 de agosto de 2008

Albariño contra Ribeiro


Bajan las aguas revueltas en el país del Miño. O, más que las aguas, los caldos y eso es mucho decir en una tierra donde nadie discute. El mundo del vino en Galicia anda a la greña desde que una bodega de la Denominación de Origen Ribeiro (en Orense) anunció el lanzamiento de un vino elaborado con uvas albariñas. Si esto no le dice nada tendría que ver cómo se han puesto en la Denominación de Origen Rías Baixas (en Pontevedra), productora casi absoluta en el mundo de esa variedad.

¿Discuten por un quítame allá esas uvas? Pues sí y no, que dirían ellos mismos. Es verdad que la albariña es el estandarte de Rías Baixas, pero no lo es menos que si usted anda con el gañote reseco y quiere un buen tinto no se le ocurre decir “A ver, póngame un mencía”. Con buen sentido pedirá usted “un bierzo” como el Corullón de los Palacios o, si le va la garnacha, “un navarro” como los Sarría. Lo mismo hará con el resto de vinos.

La cuestión está en que cuando alguien quiere “un rías baixas” no lo pide así. Pide “un albariño”, que según el eterno Cunqueiro es el príncipe dorado de los vinos. Ahí está la cepa de la cuestión, si se me permite la gracia. Temen los pontevedreses que ese nuevo albariño del Ribeiro confunda al cliente. Tal vez, digo yo, pero es muy difícil ponerle cercas a la viña.

Antes de existir la DO Rías Baixas sus promotores pensaron en bautizarla como “Albariño”. Sensato. Es su bandera y con ese nombre les conocen hasta en las antípodas. Pero la Unión Europea exige que una denominación de origen se asocie a una zona geográfica, no a una variedad de uva porque ésta puede cultivarse donde más le apetezca a uno. Ventajas de vivir en democracia. De hecho existen vinos albariños en otros lugares, desde Monçao (Portugal) hasta Napa Valley (California). Y son albariños, oiga, pero no un albariño de las Rías Baixas.

Si las variedades fueran exclusivas de sus zonas de origen poco vino de calidad tendríamos. Por eso los productores de Rías Baixas deberían saber que en ningún sitio va a salir un Albariño como en O Rosal. El Albariño de Orense recordará, por ejemplo, al de Caldas de Reis, pero será otra cosa. Es como si los chinos se ponen a cocinar en Pekín pulpo “a feira” o empanada de chocos. Les saldrá una empanada a la pekinesa, muy simpática y amarilla ella, pero como los chocos de Redondela o el pulpo aborigen en un día de San Froilán nada de nada. Se lo digo yo y miles de gallegos, que son más moderados y sabios.

¿Que hay competencia? Claro, y eso no es bueno: es mejor. Así que como la ley no lo impide elabore un vino albariño el que quiera. Hasta en Orense, si me apura. Otra cosa, ya digo, es que salga como en el Salnés.

Pero Grullo –que no era gallego sino asturiano, según palabra de Quevedo– nos dice que la uva es parte capital en un buen vino, pero no la única. Es decir, cualquiera puede plantar en su casa la misma uva merlot con la que se elabora el Pétrus. Pero no le va a salir un Pétrus. Eso seguro. El suelo, la intensidad de las lluvias, las horas de sol o la orientación de los viñedos tienen mucho que decir en la calidad de un vino. Además, claro, del propio proceso de elaboración.

De modo que no sólo es la uva. Son más cosas. Las variedades, mejor o peor, viajan. La misma Galicia importó cepas alemanas hace casi mil años. ¿Quiere saber cuales? ¡Las albariñas! Entonces tenían un nombre menos dulce y los monjes cluniacenses de Armenteira –que fueron los que las trajeron, ¡Laus Deo!– decidieron bautizarlas de nuevo. Las uvas reconocen su tierra, su orvallo, su sol... y, como son agradecidas, responden. De modo que en el clima y el paisaje orensano, ¡qué le vamos a hacer!, no van a salir como en la atlántica A Guarda.

¿Que alguien produce un albariño como el de Pontevedra? Eso, imitando a mis admirados gallegos, lo dudo mucho. Así que no deben preocuparse los bodegueros de las Rías Baixas de lo que hagan los de Ribeiro. Si la albariña viaja, que viaje. Y que llegue a otras tierras por otros mares. Los gallegos llevan trasplantándose toda la vida y dando buenos frutos, pero como un gallego de Galicia... Que se lo pregunten si no a Germán, peluquero de “London” en Pamplona, un navarro nacido en Lugo o, más bien, un lucense de Pamplona.

Con xeito en ambos supuestos, eso sí.

martes, 5 de agosto de 2008

Driving Miss Ada


“Ha sido una buena carrera. Sin contratiempos”. Con estas palabras terminó el viaje de Miss Ada Beal y su taxista ocasional, Charlie Heard. Atrás habían quedado el desierto australiano y una epopeya digna de otros tiempos. En concreto, digna de 1930, que fue cuando ocurrió.

El comienzo de la historia no puede ser más sencillo. Charlie Heard, taxista de Geelong (Australia), vio acercarse a su coche a una mujer joven y bien vestida. “¿Le interesa una carrera larga?”, preguntó ella. “Eso siempre, señora”, respondió el conductor. “De acuerdo”, dijo Ada. “Quiero ir a Darwin y volver”. “¿Darwin?”, chilló el taxista. “¡Eso está a 12.000 kilómetros!”. “Le dije que sería una carrera larga”.

Charlie tenía cuatro hijos, así que fue prudente y respondió “Tengo que consultarlo con mi esposa”. Tres meses más tarde, el Hudson descapotable de 1928 y seis cilindros –que, con todo el equipaje y pertrechos, pesó 4 toneladas- estaba de vuelta en su pueblo.

Lo ocupaban las tres mujeres que se aventuraron a cruzar Australia por el desierto: Ada Beal, una rica heredera con una pata de palo; su amiga Miss Wilmont y la infalible señorita Glenny, enfermera y ama de llaves de los Beal. Al volante iba el serio y concienzudo Charlie, veterano de la I Guerra Mundial y conductor experto.

En aquellos tiempos las carreteras del interior australiano eran de tierra y apenas había mapas que seguir. De modo que el taxista tomó las coordenadas de su destino y se guió con una brújula. A lo largo del camino atravesaron dunas, vadearon ríos llenos de cocodrilos y comieron algunos gansos que Charlie cazó y Glenny cocinó.

Durante todo el viaje el bueno del taxista vistió chaqueta y corbata y Miss Ada llevó puesta una pamela y sus guantes. Las formas son las formas y tampoco era cuestión de intimar en exceso, así que nunca se tutearon.

El mayor problema, la gasolina, fue solucionado gracias al telégrafo, ya que Charlie solicitaba combustible por adelantado cada vez que pernoctaban en una granja o pueblo, lo que no era común. Lo más habitual era dormir en una tienda de campaña y mantener el fuego encendido para ahuyentar a las fieras. A lo largo de esos 12.000 kilómetros el taxi se bebió 2.000 litros de gasolina y un galón de aceite, pero los cuatro neumáticos originales no hubo que tocarlos porque no pincharon ni una sola vez.

La carrera ha sido buena y sin contratiempos”. Tan buena que Charlie Heard solucionó su vida, ya que cobró 300 libras de la época por un servicio pagado según la tarifa oficial. Con ese dinero se compró una gasolinera en Victoria y mantuvo a su familia sin estrecheces, algo difícil de lograr en plena Depresión.

Tres cuartos de siglo más tarde se ha conocido esta historia gracias a la casualidad y a Steve Heard, uno de los nietos de Charlie, que en plena mudanza descubrió un álbum de fotos en el que reconoció a su abuelo. La historia era ignorada por la familia porque Charlie era un tipo silencioso que no se daba importancia y hasta cuentan que, cuando en una ocasión le preguntaron por la aventura del taxi, simplemente dijo “Hice mi trabajo. Nada más”.

Los motivos del viaje se supieron al encontrarse también el diario de Ada Beal. En sus hojas dejó escrito. “Huyo del invierno en Victoria. De paso, demostraré que las mujeres podemos cruzar el país igual que cualquier hombre".

Driving Miss Ada. Misión cumplida.