miércoles, 24 de febrero de 2010

Peor que en Guantánamo

Orlando Zapata Tamayo -cubano, albañil y preso político- acaba de morir de hambre.

Orlando Zapata Tamayo -negro, demócrata y opositor- fue condenado en 2002 a 3 años de cárcel por manifestarse en contra de la dictadura comunista de Fidel y Raúl Castro.

Orlando Zapata Tamayo, que nunca se doblegó, fue apaleado, torturado y aislado por mantenerse firme en su defensa de los derechos humanos. Para hacerle desistir de su protesta le negaron el agua durante 18 días y sólo recibía suero.

Orlando Zapata Tamayo acumuló condenas hasta 36 años de cárcel porque le extendieron su pena. Al régimen no le importaba que ya estuviera en la cárcel: aquel negro era oriental y, por lo tanto, duro, obstinado y loco. Mulato de Banes.

Tampoco le importó al ministro Moratinos cuando visitó Cuba. Como no le importa a Lula da Silva, tan presentable y, en el fondo, tan insensible.

Orlando Zapata murió de hambre. Le dejaron morir porque reclamaba sus derechos. 85 días en huelga de hambre. Casi tres meses. Sólo ha sido noticia cuando ha muerto.

Sin embargo, queda un centenar de presos políticos en Cuba. En las mismas condiciones que Zapata Tamayo. Ellos están peor que en Guantánamo porque es su propio país el que los encarcela por delitos que son derechos: derecho a discrepar, a reunirse, a viajar.

En Cuba no se ha informado de esta muerte. Ni Granma, ni Radio Rebelde, ni Prensa Latina, ni Trabajadores, ni Radio Reloj, ni la TV, ni nadie. Sólo Radio Bemba (que los españoles llamamos Radio Macuto) extenderá la bola. "Dicen que han matado a un negro en Kilo 7".

¿Hasta cuándo durará esta infamia?

miércoles, 3 de febrero de 2010

Yo me encontré a Warren Sánchez

Conocí a Warren Sánchez en Pamplona, hace medio siglo, o quizá veinte años, no lo recuerdo bien. El caso es que él no me conoció a mí porque entonces trabajaba (Warren trabajaba, yo estudiaba Filosofía) para Les Luthiers –los cómicos argentinos– y era difícil que le diera cita a uno (y a más de uno imposible).

En aquel tiempo, Warren era el Hermano Principal de una secta, no sé si protestante o de las otras, y tenía todas las respuestas. Todas. Y era capaz de dar los mejores consejos. Los mejores. Por ejemplo, cuando Warren se encontró a un muchacho dispuesto a suicidarse tendido en las vías del tren. Y habiéndole preguntado Warren: "Desdichado, ¿qué haces ahí?". El joven contestóle entre lágrimas: "Mi novia me ha dejado". Y Warren díjole: "La verdad es que podría haberte dejado en otra parte." Luego levantólo, aconsejólo, consolólo y estimulólo. ¡Vamos, Lolo! O cuando invitó a sus fieles: “Para aquellos que entre ustedes tengan hijos y no lo sepan, tenemos en la secta una zona arreglada para niños". Warren Sánchez era un gran predicador y conseguía que todos los que se acercaban a él se arrepintieran. Tal era su carisma que sus discípulos tarde o temprano se arrepentían.

Pasaron los años, y los espectáculos, y nunca más nadie oyó nada sobre Warren Sánchez. El silencio rodeó su nombre y su leyenda, sus seguidores se desperdigaron y ni siquiera los cómicos argentinos le citaban en sus funciones. Bueno, sí, una vez lo hicieron y confirmaron que algo le retenía en Miami… y que ese algo era el FBI. Su tiempo había pasado.
Yo nunca olvidé del todo a Warren por lo mucho que me hizo reír (y sin haber bebido o fumado nada que ayudara a la risa. Nada. Nada. En mi casa siempre hemos defendido el humor ecológico y la leche entera).

Así que me quedé de piedra cuando Warren Sánchez se cruzó en mi vida. Sin buscarlo. Salía yo del aeropuerto camino de la parada de autobús, que no llegaba (el autobús, la parada estaba allí fija). Apareció por fin a la media hora (y media hora a -6º C parecen dos). Del autobús saltó el chófer, fornido y de un diligente azul marino, como los conductores del ALSA. Tenía un bigotillo fino y lateral. No un mostacho como el de Groucho Marx (ancho y pintado). Lo suyo era más bien tipo Cantinflas.

Esperamos un poco, quizá hasta que comencé a sentir de nuevo los dedos, y entonces arrancó. Yo no sabía que él era él. De haberlo sabido le habría tratado con más respeto. “¿Y usted cómo se llama?”, interrogué curioso. Él se giró un poquito y sonrió con una dentadura mellada. “¿Yo, señor?”, dijo como si fuera gallego. Lo digo porque en el autobús no había nadie más. “Sí, sí, usted”. Él, sin darse importancia, me dijo: “Warren Sánchez”.

En ese instante el aire se congeló (y juro que eso es casi imposible cuando es invierno y estás en Washington). “¿Warren? ¿Warren Sánchez?”. El asintió y no dijo nada más. Yo nada más pregunté. Preferí respetar su nueva vida de anónimo inmigrante en EEUU, con un trabajo corriente y dos hijas ya mayores. Eso lo supe porque llevaba las fotos pegadas en el salpicadero, al lado del volante. Una estaba abrazada a él en una casita azul y blanca de madera, típica de los suburbios americanos.

La otra muchacha vestía el uniforme del ejército y había puesto una dedicatoria “Besos desde Iraq”.