martes, 20 de octubre de 2009

Eunice

No debe de ser fácil tener a un mito por hermano y menos cuando a ese mito lo asesinan. Si además era presidente de EEUU en el momento del magnicidio, entonces la cosa se complica mucho. Todo eso le ocurrió a Eunice Shriver, de soltera Kennedy, una mujer valerosa que siempre llevó encima la sombra de sus hermanos.

Eunice fue la quinta de nueve y con apenas cuarenta años ya había asistido al entierro de tres de ellos: Joe Jr. –que falleció en la II Guerra Mundial–, su hermana Kick en un accidente de avión y JFK, asesinado en Dallas por vaya usted a saber quién.

De ella dijo su padre que, si hubiera nacido hombre, hubiese sido el mayor talento político de la familia, muy por delante del presidente Kennedy o de su hermano Bob, que también murió asesinado. La gran diferencia con ellos es que su ambición no estaba en ocupar altos cargos, sino en ser útil a los demás.

Todo comenzó cuando descubrió que su hermana Rosemary, tres años mayor que ella, tenía una discapacidad intelectual. A partir de ese momento, Eunice se volcó con Rosemary, pero las cosas empeoraron cuando le hicieron una arriesga operación cerebral. Rosemary perdió la memoria y tuvo que empezar de nuevo: a caminar, a hablar, a sonreír. Entonces Eunice comenzó a llevarla a navegar hasta Marthas Vineyard todas las semanas. Hacer deporte era lo único que parecía devolver a Rosemary al mundo real y ese hecho se le grabó a Eunice en el alma.

Durante sus años de universidad en Stanford se dedicó a dar clase a los hijos de los inmigrantes mexicanos y, ya en 1950, colaboró en el Hogar del Buen Pastor de Chicago y como trabajadora social en una cárcel para mujeres.

Sin embargo, su vocación estaba en los discapacitados intelectuales, como su hermana, que en aquella época estaban dejados de la mano de Dios. De modo que cuando su padre le ofreció dirigir una fundación familiar para ayudar a ese tipo de personas, Eunice dijo sí.

Con ella al frente, la actividad de la fundación se multiplicó, involucrando incluso a las universidades de Harvard y Georgetown.

Su gran proyecto, sin embargo, estaba por llegar: los Juegos Olímpicos especiales, una competición mundial para discapacitados que comenzó en 1962 en el jardín de su casa y que hoy moviliza a 3 millones de deportistas en todo el mundo. La imagen de Rosemary navegando seguía grabada en el fondo de sus recuerdos.

Con el paso de los años a Eunice le dieron todo tipo de premios y doctorados en las mejores universidades del mundo. Ella siguió, tenaz y discreta, con su vida ordenada y su misa diaria en la parroquia de Mercy, cerca de Washington. Era una católica ortodoxa y a la vez una destacada integrante del Partido Demócrata, al que siempre perteneció y al que se enfrentó con fiereza por la postura pro-aborto de sus compaleros. Incluso fundó la asociación Feministas pro Vida. Una de las últimas distinciones se la dio Benedicto XVI al reconocerla con la Orden de San Gregorio Magno.

El pasado agosto falleció acompañada por su marido (que fue candidato a la vicepresidencia de EEUU en 1972 y ex embajador en Francia), sus cinco hijos y diecinueve nietos. Murió sin ruido, quince días antes que su hermano menor, Edward. En su despedida su familia dijo que había sido un ejemplo de fe, amor y el servicio a los demás.

Con ella se fue lo mejor de una dinastía legendaria.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Maneras de estar solo

La mitad de nuestros males proceden de no poder estar solos. La otra mitad de no saber estarlo. Con esto no quiero decir que la soledad involuntaria sea buena. No, no. Eso es aislamiento y desgasta y mata el alma y los afectos.

Me refiero más bien al don de estar apaciblemente solo. Sin ruido. Sin prisa. A la invencible sensación de tener el tiempo en las manos y sentir como se escurre, cómo se desliza y desaparece sin dejar rastro.

En estos días nuestros, severos y atropellados, la soledad es un lujo al alcance de pocos y percibirlo es un don de menos. Todo nos empuja, sin piedad, en sentido contrario, por eso la lentitud y el sosiego cotizan a la baja en el bazar moro que se ha convertido la vida.


Hay mil maneras de estar solo. Eso lo descubrí con Eloy Sánchez Rosillo, poeta tranquilo, y el libro del mismo título con el que ganó el Adonais hace tres décadas. La soledad es, desde entonces, algo necesario, un tiempo de espera y también de plenitud.

Estar solo para sentarse en un parque y ver la vida pasar y saludarla mientras se aleja. Estar solo para leer de nuevo aquel viejo libro que tanto dijo. O para catar un vino joven que promete y cumple. Estar solo y echar a andar sin saber adónde ir y permitir a los pies que elijan la senda correcta.

Estar solo para crecer hacia dentro, para librarse de la tensión de una familia excesivamente cercana y numerosa o para alejar la neurosis de un trabajo monótono y mal pagado. Estar solo, en fin, para no hacer nada que no sea estar solo y pensar. O rezar, si es que eso ayuda. Ni más ni menos.


Antaño la soledad era algo cotidiano. Entonces la vida pasaba con otro ritmo, más humano, más exacto. Los días eran largos, como los de un niño en verano. Hogaño no. Ahora hay que correr, acelerarse, hacer más cosas. ¿Más cosas? Quizá lo único urgente sea hacerlas mejor. Con pausa, con sentido, con el oficio del que ya ha visto mucho y quiere apurar la vida que le resta. ¿Apurar? No, apurar no, degustar, sin prejuicios.


Hoy falta tiempo para maravillarse con lo pequeño porque la realidad nos aturde y nos aleja de nosotros mismos. Vivimos un exilio forzado y en nuestra demencia inculcamos la prisa a nuestros hijos, que sobreviven como pueden en medio de cursillos absurdos (inglés y tenis, a ser posible al mismo tiempo), competiciones necias y modas extravagantes (como las clases de chino mandarín).
Algunos padres dicen –y otros se lo creen– que hay que prepararlos para el futuro, pero me temo que ese futuro será de psiquiatras y lexatines. El porvenir, que ya es presente, es de niños hiperactivos y desgraciados, que saben elegir un hierro o una madera de su bolsa de palos de golf, pero que el único conejo que han visto en su vida se llama Bugs Bunny.

Otro gallo nos cantaría si fuéramos capaces de no planificar nada y que esa decisión no nos provocara ansiedad. Si encontráramos el tiempo para estar con nosotros mismos, aún a riesgo de no gustarnos, solos con nuestra soledad. Si cayéramos en la cuenta de que a menos velocidad, más felicidad. Si durmiéramos las horas necesarias, si aflojáramos el ritmo, si apagáramos el móvil. Quizá entonces la vida volvería a ser vida y no una carrera de obstáculos. Simplemente vida.

sábado, 3 de octubre de 2009

Se muere la Negra Sosa

Ayer domingo, 4 de octubre, falleció Mercedes Sosa.
Su velatorio, en el Congreso argentino, ha sido multitudinario
.
En La Chacarita descansará para siempre.


Se muere Mercedes Sosa, la Negra, la Voz de Latinoamérica. Con ella se irá una parte de nuestra infancia, aquel tiempo en el que mi tía Ángeles -que emigró a Francia de niña y volvió profesora de francés y socialista- nos sentaba a escucharla cantar "Duerme negrito" o "Razón de vivir".

Agoniza la Negra Sosa en Buenos Aires, aunque yo creo que ella está cerca de la Virgen de Luján, a la que ella tiene una devoción profunda y antigua.

Ayer le dieron el sacramento de la Unción de enfermos, pero dicen que sólo un milagro puede salvarla. Yo confío. Espero que su voz no se apague, que aguante un poco más y sirva para devolvernos a otros tiempos en los que la utopía era posible y ella venía a entregar su corazón.

Mercedes Sosa, Víctor Jara, Jorge Cafrune, Pablo Milanés, Zeca Afonso. Sus canciones revolotean en mi cabeza y a veces me sorprendo silbando "Yo pisaré las calles nuevamente" o "Sólo le pido a Dios". Son parte de la banda sonora en la que creció una generación, la mía, si es que habías nacido en la margen izquierda de la vida.

Después esos sonidos se perdieron, para volver solamente como herencia a mis hijos, que los conocen como yo los conocía, aunque prefieran los alaridos de Hannah Montana o los Hermanos Jonas, que lo mismo da.

Hasta que suceda lo inevitable, yo rezaré por la Negra Sosa cada noche dando gracias a la vida, que me ha dado tanto, me dio dos luceros, que cuando los abro, perfecto distingo, el negro del blanco y en el alto Cielo su fondo estrellado.