sábado, 31 de mayo de 2008

Regreso al futuro

Ha ocurrido. La final más deseada ya está aquí. 21 años más tarde volveremos a soñar en verde y oro: Celtics contra Lakers. Dios es bueno. Los Big Three del Garden contra Bryant y su corte de ángeles, en la que vive el mejor jugador español de todos los tiempos, Pau el Grande. Gasol. Simplemente, Pow.

Los Celtics confirmaron esta madrugada su presencia en el gran final de la NBA al derrotar a los Pistons de Detroit por 89-81 (4-2 en la eliminatoria). La gran final comienza el próximo jueves 5 de junio en Boston, que tiene el factor cancha a su favor por la impresionante serie de victorias en la temporada regular.

Vuelven también Pat Riley y KC Jones, los entradores de ambos equipos en la última final, la de 1987, que se llevaron los Lakers a sus vitrinas. Y regresan Bird y Magic, Johnson y Worthy, Parish y Jabbar con Ramón Trecet en los coros.

Volvemos todos. Diego Redondo, Luiso Barrera, Jovino Baizán, Iñaki Arranz, Joaquín de Prado. Retornan los partidos de los sábados por la mañana en el Grupo Covadonga o en el San Fernando de Avilés y los que jugábamos por la tardes en el colegio, en "la buena", con el aquel marcador electrónico del P. Santiso que hoy parece de los Picapiedra. Regresan Quini Villazón o Pachi Cuesta SJ en el banquillo y Presi haciendo la mesa (acertaron con su mote, porque hoy Ignacio Friera es presidente de la Asturiana de Baloncesto). Y al final, todos nos quedábamos a ver el partido del IKE (Inmaculada-IKE), donde jugaban El Chino, Toni Mortera, Presedo y otros que ya no recuerdo.

Tiene razón Andrés Montes: la vida puede ser maravillosa. Hoy por ejemplo.

viernes, 30 de mayo de 2008

¿Qué cuesta?

Ser una X no es fácil en los tiempos que corren. Sin embargo, la X de la que quiero hablar tenía bastantes opciones en la vida. Podía, por ejemplo, decantarse por la literatura y vivir en el sillón X de la RAE. De ese modo, habría conocido a Buero Vallejo y ahora compartiría tertulia con Francisco Brines, que es un poeta solvente que odia el frac.

Si le hubiera gustado el juego podría haber elegido las quinielas. Ser una X, por ejemplo, en un Madrid-Barça se paga muy bien, aunque no tanto como un 2, claro. En el supuesto de tener inclinaciones conspiradoras, nuestra X podía haberse unido a los GAL y hacer migas con el Señor X, que a estas alturas de la película se sabe quién es, pero no hay pruebas para demostrarlo. Si fuera una X salaz optaría por los lamentables anuncios X de la prensa, pero si le gustaran las matemáticas podría ser una X de las ecuaciones o vivir en el eje de abcisas. Finalmente, si tuviera sueños cinematográficos formaría parte de los X-Men o, incluso, de los Expedientes X, con sus monstruos y marcianos.

Con todo, la mejor salida para una X es convertirse en la X del IRPF. Eso sí que es un trabajo digno. La X de la renta puede hacer muchas cosas, sobre todo si se marca en ambas casillas: en la de la Iglesia y en la otra, la de los fines de interés social.

Con la X del IRPF se hace el bien sin que cueste nada. Es decir, no se lo lleva el Estado a la saca, sino que se entrega directamente a la Iglesia y ONGs. Con ese dinero se financian incontables iniciativas que no hacen daño a nadie. Al contrario, hacen bien a muchos. Desde la ayuda a los inmigrantes o la catequesis parroquial, a los colegios y guarderías. De las escuelas de oración a los hospitales y asilos que existen en toda España. No todo el mundo puede decir lo mismo.

Bien es verdad que la Iglesia nunca podrá estar a la altura de sí misma porque su mensaje supone también un juicio sobre sus actos. Sin embargo, ¿qué razones tiene hay para no ayudar a una institución que trabaja por los demás a tiempo completo? Una institución que tiende su mano a los más pobres, a los dementes, a los inmigrantes, a las prostitutas, a los niños y enfermos.

Nadie niega que algunas realidades de la Iglesia no animan a apoyarla. Sin embargo, castigar por ello a todos los que se benefician de sus apostolados es una injusticia cruel. La sociedad es más importante que nuestras manías y no marcar las casillas es una extravagancia que perjudica a miles de personas, católicas o no, necesitadas de ayuda material y espiritual. Ponga la X. No cuesta nada.

jueves, 29 de mayo de 2008

Buitres

Los buitres de los Pirineos están desmelenados (es un decir). Al menos en Navarra, donde han comenzado a atacar a animales vivos. Hasta ahora su enemigo más temible era la osa Camille, que se daba unos festines de órdago al salir de su letargo invernal. Pero Camille está enferma y ha disminuido sus incursiones por la edad, que no perdona.

Sin embargo, los buitres están pasando de carroñeros a predadores y los pastores andan con el alma en vilo. Al parecer se debe a la superpoblación , al cierre de muladares por el mal de las vacas locas y a la exigencia de incinerar a todo animal muerto. Es decir, como para ponerse a tomar el sol en Ochagavía o Jaurrieta. Vean si no la foto de Javier Sesma en Diario de Navarra. Dan miedo, sobre todo si eres un corderico de la familia Norit.

A mi todo esto, no sé porqué, me recuerda a los líos del PP. También allí los buitres atacan a los borregos y cabrones (léase, "macho de la cabra"), pobres animales que pensaban que su enemigo natural era un plantígrado con zapatos y no los buitres, que siempre los ha habido, pero lejos. Ahora no, ahora sobrevuelan Génova y San Jerónimo. Hambrientos y dubitativos hasta que llegue la hora de irse a la costa. A la Costa valenciana. ¡País!

miércoles, 28 de mayo de 2008

Volver a los 15

Con esto de las finales de la NBA viajo en el tiempo y vuelvo a los 15 años. Es una regresión o algo así. Como no sé bien el significado de regresión, lo busco en el DRAE digital (¡gran invento, De la Concha!) y confirmo que mis intuiciones iban bien: "Retroceso a estados psicológicos o formas de conducta propios de etapas anteriores, a causa de tensiones o conflictos no resueltos".

Mi conflicto no resuelto es no haber visto una final Celtics-Lakers (la última fue en 1987), época dorada y verde, tiempo de choques legendarios entre los dos equipos más grandes de la Historia. De duelos ("Choose your weapon" decía la publicidad de Converse) entre Magic Johnson y Larry Bird o de Kareem Abdul Jabbar (antes Lew Alcindor) y sus skyhooks. Ahí aprendimos a soñar.

Entonces la tele era rácana y estatal y los polluelos del baloncesto teníamos que conformarnos con algún breve de la prensa nacional o las crónicas de Nuevo Basket, publicación dirigida por Franco Pinotti. Gracias a esa revista los conocimos a todos. A Larry Bird, a Danny Ainge ("Ainge is an Angel", decían en Boston. Ahora es su General Manager), a McHale, a Dennis Johnson, a Parish "The Chief" y su 00 -un número imposible en Europa, donde íbamos del 4 al 15-, a Cedric Maxwell o Chris Ford. Hasta supimos quién era Len Bias, el heredero de Bird, que murió inesperadamente antes de vestir la camiseta celtic.

Celtics y Lakers, Lakers y Celtics, una colección de 30 anillos entre ambos y la rivalidad más grande conocida. Una lucha entre dos modos de entender el baloncesto: el Showtime del Forum Inglewood contra la sobria elegancia del Celtic Pride en el viejo Boston Garden, al que volé con la imaginación muchas veces porque siempre me sentí verde. Y eso que tenía en contra a un puñado de amigos, todos compañeros en el equipo de baloncesto de los jesuitas de Gijón. Diego Redondo (que está viendo estas finales desde el cielo, laker), David Valdés (que sólo era de Jordan, "los demás unos paquetes. Sólo se salva Magic"), Quique Castro (laker), Tito Valdés (laker), Fran Lato (¿laker? ya ni me acuerdo).

Aquellos adolescentes ahora están regados por medio mundo. Tito Valdés es profesor de español en Cleveland. Quique Castro volvió hace poco de Sudáfrica, donde también era profesor. David Valdés está en Vigo y es ingeniero y Fran anda con la música en otra parte. Sin embargo, todos juran que el baloncesto sigue siendo su primer amor -ese que dicen que no se olvida-, máquina del tiempo para sentirse algo más jóvenes.

A mí me ocurre lo mismo y continúo con los mismos deseos más uno nuevo: sentarme a ver esa final mítica Lakers-Celtics con mis hijos e inocularles el virus del baloncesto. Go! Celtics Go!

martes, 27 de mayo de 2008

La vieja nueva tierra

Jerusalén tiene en su bandera un león rampante. Es el León de Judá, emblema de la tribu que amamantó a Salomón y David. “León de Judá” es también uno de los nombres de Israel, que hace 60 años logró su independencia. Para algunos son demasiados, para otros son demasiado pocos. Sobre todo si se comparan con el vagar remoto de los hebreos, pueblo errante y perseguido, raza discordante, estirpe que se burló de la Historia para volver a su tierra dos milenios más tarde.

Algunos dicen que el nacimiento del estado israelí fue la indemnización por el horror del Holocausto. Es verdad, pero a medias, ya que los judíos comenzaron el retorno a Palestina a finales del XIX, asustados por el odio antisemita que despertó en Francia el caso Dreyfus y convencidos de que se avecinaba una nueva persecución en Europa.

A mi me lo contó Josep Pla en su crónica titulada Israel 1957. Recuerdo bien la portada con la silueta blanca del buque Theodor Herzl recortada sobre el cielo azul y oriental de Jaffa. La editorial era “Destino” y el destino del libro fondear en casa de Adriano Marques, un jurista varado para siempre en la ría de Vigo a la altura de Cesantes. Con Adriano, conversador de altura, las tardes estivales son de oro, quizá de oro judío, cadenciosas y nutritivas, sí, pero pagaderas en libros viejos.

Pero volvamos a Pla, que en sus apuntes nos brinda la semblanza de un pueblo tenaz y legitimado por la Historia para construir su futuro. Para construirlo y para defenderlo, porque Israel nació por cesárea y sigue igual, siempre en el alambre.

Hacia 1900 empezaron a regresar judíos a Israel de modo organizado, sobre todo procedentes de Rusia, donde la persecución zarista era atroz. Llegaron para cultivar y recuperar su idioma, el hebreo. Llegaron en paz para unirse a viejas colonias sefardíes y pagaron por la tierra en la que se instalaron. Los árabes de la zona, ya fueran musulmanes o cristianos, vendieron sus pedregales a precios de vergel, pero así los judíos compraban el derecho a soñar con su libertad.

En 1909 levantaron Tel Aviv, una ciudad jardín en medio del desierto, urbe preñada de edificios de estilo Bauhaus y hoy Patrimonio de la Humanidad. Después, en 1925, fundaron la Universidad de Jerusalén, bienvenida con júbilo por Freud e inaugurada por Einstein, que le donó todos sus archivos. En años posteriores nacieron el primer Instituto de investigaciones científicas de Oriente Medio, el primer centro tecnológico o la primera Filarmónica, con Toscanini a la batuta.

Desarrollaron también la agricultura, abandonada durante décadas por los amos turcos. Fue tal la necesidad de mano de obra, que miles de sirios y egipcios emigraron a Palestina para trabajar en un proyecto visionario: reforestar. Un naranjo en memoria de cada judío, un limonar por cada benefactor fallecido.

Más tarde llegaron barcos con los supervivientes del terror nazi. El más famoso se llamó Exodus y luego se hizo película con Paul Newman de protagonista. Pero hubo otros, muchos otros, uno de ellos fletado en Estambul por el cardenal Roncalli, más conocido como Juan XXIII.

Hace 2500 años, exiliados judíos colgaron sus arpas de los sauces y lloraron un salmo conmovedor “Si me olvidara de ti, ¡oh, Jerusalén!, que mi lengua se pegue al paladar”. Hoy los hijos de sus hijos amanecen cada jornada en la Tierra prometida, refugio del león del mediodía, firmes como un sicómoro que tuviera por raíces los siete brazos de la Menorah.

lunes, 26 de mayo de 2008

Intelectuales armados

Como todos los periódicos de hoy, La Vanguardia de Barcelona recoge la muerte del líder de las FARC, Pedro Antonio Marín (alias Tirofijo, alias Manuel Marulanda), el guerrillero en activo más viejo del mundo. Tirofijo tenía 78 años y llevaba 44 desfiando al estado colombiano con su grupo terrorista, creado a imitación del M-26-J cubano y animado por Fidel Castro con palabras y dólares. Lo llamativo, sin embargo, es el perfil que ofrece el diario catalán sobre el comandante Alfonso Cano, supuesto sucesor de Tirofijo en la jefatura de la guerrilla colombiana. Y llama la atención porque lo denomina"intelectual" (Cano es licenciado en Antropología) y dice que ese dato llevará el estilo de mando en las FARC "del modelo autocrático y vertical de Tirofijo [...] a una dirección colegiada de equilibrios". Es decir, la vía militar de Mono Jojoy ha cedido ante la ideológica que Cano representa.

La historia de las guerrillas marxistas está llena de filósofos armados hasta los dientes que defienden la violencia y el asesinato como arma política, tanto en la teoría como en la práctica. Desde Che Guevara -el guerrillero intelectual por excelencia- al peruano Abimael Guzman (fundador de
Sendero Luminoso) o el camboyano Pol Pot (líder de los Jemeres rojos, que estudió en La Sorbona y perteneció al Partido Comunista Francés), todos los guerrilleros/terroristas tienen algo en común: saber qué necesita el pueblo mejor que el propio pueblo. Su indudable inteligencia y arrojo les convierte en visionarios, guías férreos e inmisericordes que no dudan en matar si es por el triunfo de la revolución.

El que mejor lo explicó fue el Che. Una de las últimas veces que lo hizo fue en
abril de 1967 en su apocalíptico Mensaje a los pueblos del mundo de la conferencia Tricontinental. En ese foro Guevara anunció “un conflicto mundial, largo y cruel, para provocar la destrucción del imperialismo y alumbrar un nuevo orden basado en la revolución socialista”.

Entre los requisitos ineludibles de esa batalla destacó uno: el odio. “Un odio que impulsa al hombre y lo transforma en una máquina de matar efectiva, violenta, seductora y fría. Sin odio no hay libertad”.

Ese es el credo de los intelectuales armados.

domingo, 25 de mayo de 2008

Un látigo y un sombrero

Tenía diez años. Para entonces mi padre ya me había inoculado el mal del cine, una de sus pasiones dominantes. Él nos llevaba de la mano a un mundo maravilloso en el que todo era posible, desde viajar al centro de la Tierra a volar en bicicleta con ET. También, claro, buscar el Arca Perdida, aventura con letras mayúsculas.

Ahora se estrena la cuarta aventura de Indiana Jones, que aún no he visto, pero que me transporta veinticinco años atrás, justo cuando fui al estreno de la primera película del arqueólogo más famoso del celuloide. Recuerdo bien aquella tarde lluviosa en que fui a verla al Cine Robledo, en Asturias patria querida, hoy convertido en un MacDonald’s a mayor gloria del imperio. Al revés que para la mayoría de los niños, yo no veía una desgracia en la lluvia, ya que en nuestra casa “lluvia y cine” eran un matrimonio a prueba de bombas, un principio inmutable, el undécimo mandamiento estival. Si llovía, había cine, costumbre que ahora he dejado en herencia a los míos. ¡Qué menos!

Visto con ojos adultos Indiana Jones es una mezcla de inseguro catedrático de Arqueología y funcionario despistado a la caza de antigüedades. Todo lo más un tímido profesor universitario con vocación frustrada de ladrón de tumbas, pero… ¡a quién le importaba!

Para mi generación Indiana era el justiciero por excelencia. Un tipo duro, insobornable y simpático, un alumno aventajado de Humphrey Bogart aunque tuviese miedo a las serpientes. Indiana era un aventurero un poco cínico capaz de hacer justicia a latigazos, un antihéroe sin dudas existenciales. Alejado, para siempre, del glamour de Bond, James Bond, que era el piernas preferido de las nenas. Para nosotros no. Para nosotros no había duda posible entre el smoking recién planchado del agente de Su Majestad y la camisa de Indy, siempre más sucia que la funda de un jamón.

Gracias a él descubrí que aún existían por ahí tesoros perdidos y que los duelos había que terminarlos por la vía rápida –como hizo con el musulmán del alfanje, al que despachó de un tiro práctico y certero–. También aprendí que era imposible tener doble personalidad y salir airoso del trance. En su mundo los buenos eran muy buenos y los malos muy malos, por eso no había lugar para la vacilación ni las medias tintas.

A su lado viajé por Persia y Siam, que son reinos más seductores que Iraq o Thailandia, y supe también que los Diez Mandamientos que Dios le dio a Moisés habían sido depositados en un arca, el de la Alianza, poderosa como la caja de Pandora. Otra cosa es que ese arma terrible acabara almacenada en un depósito del gobierno de los EE.UU. sin que nadie lo supiera.

Hace unos días volví a ver la película con mis hijos y comprobé, con inocencia, que los gritos y saltos y puñetazos que daban mis locos bajitos eran los mismos que yo di hace un cuarto de siglo. También descubrí sorprendido que la búsqueda del Arca Perdida es, en el fondo, la búsqueda de lo que hay de eterno en nuestra vida. Nada de posmodernismo o pensamiento débil. La verdad resplandece y estamos obligados a encontrarla porque lo sobrenatural –como en las aventuras de Indiana Jones– es una constante que nos acompaña siempre.

A mi edad estoy dispuesto a aceptar algunas cosas sólo porque creo en ellas. No necesito seguridades, ni dividendos y mucho menos una recompensa. Me basta con creer. Usted haga lo que quiera, pero no olvide abrir los ojos.

sábado, 24 de mayo de 2008

La vergüenza birmana

Birmania se muere en directo, pero la opinión pública mundial no se ha conmovido con las 130.000 víctimas del tifón Nargis. Tampoco con la crueldad de los generales birmanos, que han rechazado la ayuda exterior y controlan la llegada de médicos y cooperantes internacionales a la zona.

Además, hoy se ha sabido que parte de la ayuda recibida por Birmania ha sido decomisada por las milicias progubernamentales, para luego venderla en los mercados de la antigua capital, Rangún. A plena luz del día,varios tenderetes del mayor bazar de la ciudad exhiben sacos de arroz con el emblema de la ONU y las siglas del WFP (Programa Mundial de Alimentos).


La tragedia del Nargis ha devuelto a Myanmar (nombre actual de Birmania) a los titulares, pero su desgracia apenas sobrevivirá unos días más en los medios. Después, el olvido. El olvido de la vergüenza birmana, aunque no sea nueva y sus víctimas, 55 millones de habitantes, vivan en una dictadura comunista dispuesta a matar antes que ceder un milímetro en la represión.

La última crisis antes del ciclón se produjo en septiembre de 2007, cuando los monjes budistas se echaron a la calle para denunciar la tiranía de la Junta Militar, que gobierna el país desde hace 46 años. En Occidente se bautizó ese levantamiento como la Revolución del azafrán por el color de los hábitos monacales, pero de revolución tuvo poco. Se quedó a medias, abrasada por un Ejército que no dudó en disparar a manifestantes desarmados. Ocurrió en Rangún, la capital histórica, ciudad fantasma ahora silenciada por las balas y la tortura. La matanza tampoco fue una novedad y se pareció mucho a la masacre estudiantil de 1988.

Birmania es el país más grande del sudeste asiático. A mediados de la década de 1960 era también era el más próspero de la región. Hoy está en el grupo de las diez naciones más pobres del mundo junto a Corea del Norte, Haití y Somalia. A la miseria une el yugo corrupto del dictador, Tahn Shwe, al que su astrólogo de cabecera le aconsejó levantar una nueva capital en medio de la selva. Esa ciudad –que no aparece en los mapas– combina búnkeres y campos de golf a partes iguales y la están construyendo obreros esclavos reclutados entre los más pobres.

Naciones Unidas, por una vez, ha actuado con decisión y su secretario general Ban Ki-moon llega hoy jueves a Birmania. Sin embargo, no podrá entrevistarse con el líder máximo, que ha rechazado cualquier contacto. La ONU teme que dos millones de personas mueran por los efectos del huracán, ya que sólo un 20% de la población está siendo atendida. El resto es ignorado o forzado a realizar trabajos de reconstrucción. Todo bajo unas lluvias torrenciales que han arrasado los cultivos de arroz y convertido la región en un pantano en el que, según Cruz Roja, 30.000 niños menores de cinco años morirán de hambre o, si tienen suerte, serán vendidos a familias de lugares por las que no pasó el huracán, pero que necesitan mano de obra.

En síntesis, la saña de los comunistas birmanos comienza a parecerse a la de los jemeres rojos, que a finales de la década de 1970 exterminaron a dos millones de camboyanos. El mejor ejemplo es que, pese a la emergencia, la dictadura celebrará el próximo sábado un referéndum constituyente. De nada ha servido el ruego internacional para retrasarlo, así que la prensa gubernamental vaticina ya una victoria por mayoría abrumadora y participación del 99% del censo. En ese censo están incluidos los casi tres millones de afectados.

Y todo mientras un buque francés (que está en aguas birmanas con 1.500 toneladas de ayuda) tiene prohibido el desembarco y trece aviones de EE.UU. esperan el permiso para aterrizar en las zonas devastadas. Sólo algunas ONGs han desafiado la prohibición y lanzan comida a los famélicos birmanos desde camiones en marcha. Si se detienen son tiroteados.

Por tanto, el riesgo de genocidio exige que se garantice de inmediato la distribución de la ayuda internacional, incluso con fuerzas militares (sean o no cascos azules) si fuera necesario. La atrocidad de la situación hace que ni el derecho internacional ni el principio de no intervención justifiquen una actuación acomplejada de la ONU.

Aún se está a tiempo de salvar miles de vidas. Birmania necesita ayuda, no espectadores.

Publicado en Diario de Navarra 26 de mayo de 2008

viernes, 23 de mayo de 2008

Crónicas perplejas

La COPE, radio española, confirma a Federico Jiménez Losantos (ex-comunista y agnóstico) y a César Vidal (pastor protestante) como sus líderes de opinión y les renueva por un año más. Ambos locutores siguen estancados en sus índices de audiencia, pero mantienen su tono apocalíptico y excluyente. La Conferencia Episcopal Española, dueña de la COPE, guarda un prudente y florentino silencio, aunque algunos obispos confiesan que este asunto es "un dolor de cabeza permanente".

El CNI (Centro Nacional de Inteligencia) espia a un juez del Tribunal Constitucional que era crítico con el gobierno socialista. Para desprestigiarlo, el CNI difundió informaciones falsas sobre él en los medios de comunicación. Por ejemplo, que encañonó a un joven en una discusión de tráfico. El joven es informante del CNI. El juez acaba de fallecer. Al parecer por causas naturales.

Unos estadounidenses crean una web en la que es posible registrar el nombre que le das a tu pene. Por 17 dólares, gastos de envío incluidos, envían un diploma que lo confirma. En caso de conflicto entre propietarios, ofrecen asistencia legal para demandar al usurpador (del nombre).

El PP agrava su crisis de liderazgo y se organiza por sms dos manifestaciones contra sí mismo delante de la sede nacional de Madrid. El PSOE les ofrece su ayuda porque ellos sí que saben lo que es convocar manifestaciones espontáneas en la calle Génova. Pásalo.

El Gobierno socialista español califica la política inmigratoria de Italia como racista e ineficaz. La UE-con el apoyo de los socialistas europeos- refuerza y armoniza sus leyes en este campo y da la razón a los italianos. Acto seguido, España suaviza sus críticas a Berlusconi porque teme "el cambio de los flujos migratorios". Es decir, que los inmigrantes ilegales que iban a Italia elijan España como destino.

En Birmania, tres semanas y 130.000 muertos después, los militares comunistas aceptan la entrada de médicos occidentales. La ayuda internacional que reciben sigue a la venta en los mercados populares, mientras la ONU confirma que sólo el 25% de las víctimas están siendo atendida.

Un argentino rebaja el precio de una vivienda si el comprador se deshace del cadaver del dueño, que lleva dos años muerto en el piso. "Éramos buenos vecinos", dice el vendedor, "pero daba pena ver la casa sin gente".

La BBC, Reuters, Associated Press y CNN se empecinan en denominar a ETA "movimiento separatista vasco" y no "organización terrorista". En su descargo dicen defender el lenguaje neutral, así que prefieren omitir la palabra "terroristas" porque podría representar un juicio de valor.

¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí?

miércoles, 21 de mayo de 2008

Deliciosa Audrey

Me enamoré de ella en Roma, que es una ciudad perfecta para rendirse a una mujer. Todo estaba en blanco y negro y tenía ese aire decadente que sólo se respira en Italia, pero verla conducir una Vespa por las calles romanas terminó por conquistarme. Bien es verdad que llevaba detrás a un tipo elegante con mentón clásico, el bueno de Gregory Peck en plan periodista, pero no me importó ni un poco. Nada, para ser exactos. Si a ella le gustaba el varonil Peck yo no tenía nada que decir. Mi amor era (y es) platónico.

La esbelta y delicada Audrey Hepburn rondaba entonces los veintipocos y era insultantemente atractiva. Sonrisa ingenua, flequillo revoltoso y una mirada pícara irresistible. Una princesa de los pies a la cabeza, que era el papel que interpretaba con frescura en Vacaciones en Roma. Fue nuestro primer encuentro y eso no se olvida. Me la presentó un buen amigo llamado Javimata, que nos llevaba (y sigue haciéndolo) varios cuerpos de ventaja en el arte de vivir de la vida sin perder el norte. Todo un logro para un sevillano que sólo adquiere su verdadera dimensión en el sur. En el sur del sur debería decir.

Después vinieron otras películas memorables cuyo único interés era verla en primer plano. Para ello organizamos un pretencioso y muy universitario cine-forum donde analizar sus interpretaciones. ¡Qué idiotas! Si entonces hubiéramos leído a Wilde sabríamos que la belleza no necesita explicación y Audrey era “la” belleza. Sin adjetivos.

No negaré que en ciertos momentos me arrebataba la poderosa atracción caníbal de Ava Gardner en “Mogambo”, pero siempre asumí con humildad que aquella era demasiada mujer para un solo hombre, opinión compartida por Ava y Dominguín. Con Audrey la historia era distinta. Podía ser perfectamente una compañera de clase, o la mejor amiga de tu hermana, o… ¡qué sé yo! Con tal de tenerla cerca, como si era la conductora de la grúa municipal.

Poco después del flechazo romano llegaron Sabrina, My Fair Lady y, sobre todo, Desayuno con diamantes, que es una película redonda, mucho mejor que el libro de Capote. Al nervioso y ególatra autor no le hacía gracia que su historia recordara más a Audrey Hepburn que a él, pero… ¡Así es la vida, Truman!

En aquel Manhattan sofisticado e indolente de principios de los sesenta, Audrey sale de un taxi con su desayuno en una bolsa de papel de estraza. Camina sin pisar el suelo, etérea. Entonces se detiene ante el escaparate de Tiffany & Co. a contemplar las joyas. Viste un impecable traje de satén negro, petite robe noire, unos guantes laaaaaaargos que hubiesen podido ser los de Rita Hayworth en Gilda y un moño francés que hacía furor. ¿Los pendientes? Perlas, por supuesto. El escenario de tanta perfección está a la altura prevista: la Quinta Avenida neoyorquina. El Cielo, vamos.

Ahora cuentan los periódicos que, allá por Navidad, se va a subastar ese traje negro que diseñó Givenchy para la película. Dicen los que saben que su papel de la despreocupada Holly Golightly en Desayuno con diamantes forjó una imagen cinematográfica, un icono a la altura de Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Aseguran críticos y catedráticos que Audrey creó un estilo y simbolizó el encanto y el buen gusto, condenando para siempre la fría maldad de la vampiresa o el cálculo pélvico de la femme fatale.

Si ellos lo dicen habrá que creerlo. Yo, sin embargo, siempre la recordaré deliciosamente sentada en una escalera de incendios mientras canta Moon River y la vida pasa como un suspiro.

martes, 20 de mayo de 2008

A golpes con la vida

Me encanta la oscuridad. Me gusta el silencio. Y si puedo unir ambas pasiones, aunque sea pagando, no lo dudo ni un instante. Por eso no tengo reparos en ir al cine todas las semanas. Es mi variante laica del precepto dominical, que también cumplo sin complejos, solo o en compañía de otros. Es un furor que nos dejó en herencia mi padre, un hombre de espíritu grande y bolsillo pequeño. “Como no puedo viajar, voy al cine” me dijo en una ocasión a la puerta del Brisamar, sala de arte y ensayo en la que enamoró a mi madre, allá en el Gijón de los sesenta.

Así que cada vez que me asomo a una taquilla espero descubrir nuevos mundos, conocer a gentes diversas, vivir otras vidas. Por eso hace unos días salí reconciliado con el cine, satisfecho de poder viajar en el tiempo al módico precio de 5 euros. Esta vez de la mano de un Russell Crowe inmenso que se agiganta en las dos horas y media que dura Cinderella Man, una película dura, seca y directa a la mandíbula. Una historia de auge-caída-resurrección de las que no pasan de moda, con personajes esforzados, de esos que no cambian por muy salvaje que sea su tiempo. Una aventura épica en la que gente sencilla lucha contra la adversidad sin perder el norte. Un relato con la grandeza de las epopeyas griegas.

Está claro que estas historias no les gustan a los críticos. Por eso algunos dijeron que era moralizante y dulzona. Razón de más para ir a verla. Supongo que los firmantes de esa opinión jamás han cruzado guantes en un cuadrilátero ni se ha puesto detrás de una cámara. Son las paradojas de escribir con el culo a salvo en una silla mullida, cuando se sabe poco cine y nada de boxeo. Así es la vida.

Otra cosa sería que el protagonista, Jim Braddock, fuese un boxeador homosexual enamorado del árbitro, se vea o no correspondido en sus querencias. O un boxeador sonado del que hay que apiadarse con una eutanasia limpia y rápida como un gancho de izquierda. O un púgil que sufrió abusos sexuales en su parroquia cuando era monaguillo. Entonces sí. Entonces ¡gran película! ¡Denuncia valiente! ¡Obra maestra!

En nuestros días es un escándalo que un director de cine se gaste millones de dólares en contar la vida de un boxeador católico a golpes con la vida, un iluminado que permanece fiel a su esposa en medio de los pavorosos años de la Gran Depresión norteamericana. Un hombre que toca el cielo y que dos años más tarde mendiga para sobrevivir. Un tipo, en definitiva, que pierde, pero no se rinde. Pura provocación en 35 milímetros.

Por eso la historia de Braddock es imprescindible. Porque es la vida misma con su mejor cara. Sin glamour ni efectos especiales. La historia real de un inmigrante irlandés que pasó de pelear por el título mundial de los semipesados a descargar fardos en los muelles de Nueva York y de ahí a luchar de nuevo por la corona de los pesados. Un deportista que, tras saborear la gloria, se enroló en el Ejército (37 años, tres hijos pequeños y un ideal) para luchar por su patria en la II Guerra Mundial. Un héroe en un tiempo en el que despreciamos a los héroes, aunque nos ofrezcan unas lecciones de dignidad que alimentan más que los solomillos.

Porque para ser boxeador se necesita mucho coraje. No puedes huir, te golpean sin piedad y miles de personas aúllan por igual tus triunfos y tus caídas. Todo para que, al final, sufras la vergüenza del fracaso ante un adversario más joven y más rápido. Por eso se necesita mucha humildad para afrontar la derrota. O mucha miseria. Como las que tuvo Cinderella Man, que nunca se mudó de New Jersey. Ni en las duras ni en las maduras. Fiel a si mismo y a los suyos.

Jim Braddock, déjeme que se lo diga, no fue un gran boxeador. Fue una gran persona que boxeaba. Un hombre que combatió con enemigos tan poderosos como la pobreza y el hambre. Un caballero (Gentleman Jim fue su verdadero sobrenombre deportivo) comprometido con los que le ayudaron en los malos tiempos. Así que esta es una historia de sacrificio, integridad y redención. Una apología de la familia contada sin miedo. Una gran película. ¿Se la va a perder?

lunes, 19 de mayo de 2008

La piedra


31 de enero de 1987. San Sebastián. El velódromo de Anoeta lleno hasta la bandera para ver la prueba ciclista de las Seis Horas de Euskadi. En el programa, sin embargo, hay también una prueba de deporte rural vasco: levantamiento de piedra. Y apuestas. Como siempre.
En uno de los de intermedios, mientras los ciclistas se preparan para la siguiente carrera, un mocetón navarro se dispone para afrontar un desafío milenario, el encuentro del hombre y la tierra, la tradición, la memoria.

En silencio, el levantador se acerca con parsimonia a su destino, una piedra cúbica de granito puro, 300 kilogramos. Nadie antes podido alzar sobre su cuerpo semejante mole, trabajo hercúleo, reto ancestral.
Se hace el silencio e Iñaki Perurena mete sus manos en las grietas y dispone la piedra adecuadamente, apoyada sobre las rodillas, con las muescas de agarre hacia abajo. Como en un baile atávico el levantador inclina su cuerpo y dobla la columna vertebral con fuerza, hasta tal punto que parece que es la piedra la encargada de alzarlo a él.

Sin embargo, todos saben que no es así y que es Iñaki el que se agarra con firmeza, todo su cuerpo en juego, hasta que consigue levantar unos centímetros la piedra, lo suficiente para que esta deje de tocar el suelo y comience su ascensión de los pies a la cabeza.

En vilo, la concurrencia retiene el aliento. El momento es crítico, primario, temible. La piedra está a punto de girar sobre su eje y dar una voltereta imposible sobre la musculatura abdominal de Perurena: la parte de arriba quedará abajo y la de abajo pasará a las alturas. Parece simple, pero no lo es, así que el levantador permanece en cuclillas para no perder el equilibrio.

En ese instante se funden en Perurena todos los atletas de la Historia, desde el discóbolo de Mirón al legendario Arteondo, que levantó piedras por las plazas de toda Vascongadas, el primero en sacar a las calles un desafío prehistórico. Pero eso a Perurena no le importa. Él sigue concentrado en su piedra, 300 kilogramos y una plusmarca eterna.

Entonces se decide a liberar las manos, alternativamente. Primero levanta la derecha, después la izquierda. Ahí es cuando Perurena se abraza al pedernal como si fuera una moza casadera. De Leitza, claro.

En ese momento todo el peso de la mole pasa de sus piernas a sus brazos, convertidos ya en dos amarras. Iñaki se yergue como un oso pirenaico, echado hacia atrás, los ojos en el cielo y la sangre caliente, trescientos kilogramos de granito sobre su tronco y los riñones prietos como puños.

Llega el momento cumbre, el tercer y último tiempo, la subida de la piedra al hombro. El pecho es ya una rampa y los músculos se tensan hasta su límite, a punto de reventar por el esfuerzo. Sin embargo, Perurena se detiene un instante, apenas un suspiro, ajeno a todo lo que le rodea. Entonces grita de esfuerzo, mientras empuja la piedra hacia arriba con pequeños saltos y un balanceo que le ayuda a deslizar la mole.

Es el éxtasis, la gloria, el record mundial de levantamiento. Las gradas aúllan y aplauden y se vienen abajo con gritos de júbilo, abrazados unos a otros por la plusmarca, por el espectáculo, por el dinero ganado en las apuestas.

Han sido diez segundos para la Historia, de fuerza sobrehumana y técnica infalible. Diez segundos de leyenda griega en Donostia. 300 kilogramos. La piedra.

domingo, 18 de mayo de 2008

Pastor bonus

Después de cuarenta años al servicio de los cubanos –de todos, los de dentro y los de fuera–, Pedro Meurice ha dicho adiós. Hasta hace unos días era arzobispo de Santiago de Cuba y primado de la Iglesia cubana, algo que llevaba con paciencia bíblica. Ahora sonríe con esa timidez tan suya, liberado ya de una misión propia del santo Job: ser obispo en tiempos de Fidel Castro.

A Meurice, guajiro de pies a cabeza, nunca le interesaron las dignidades o las reverencias. Ni cuando le dieron en Georgetown el Honoris Causa ni con los rumores que le hacían arzobispo de La Habana y cardenal. Algunos dijeron entonces que no tenía las virtudes de un príncipe de la Iglesia. Tampoco los defectos, añado yo. “Todo lo más, cura de pueblo”, asegura él.

Sin embargo, la vida tenía otros planes para un hombre al que el castrismo no ha podido doblegar. Quizá su tenacidad mambisa convenció al Espíritu Santo de que sólo él podía estar a la altura de su pueblo. Igual que antes lo estuvieron algunos antecesores, desde el P. Claret a Enrique Pérez Serantes, que salvó a Fidel Castro de ser fusilado en 1953. Seguro que algo de eso influyó en Pablo VI cuando le designó para encabezar una Iglesia perseguida, pero fiel. A veces a pesar de ella misma.

Pedro Meurice, Perucho, nació en San Luís, un pueblecito cercano al santuario de la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba. En el seminario de El Cobre pasó el final de su infancia y adolescencia. “Allí fui feliz”, confiesa con un susurro.

Eran tiempos de esplendor, de bonanza económica, de colegios a rebosar y vocaciones en alza. Un paraíso a la cubana. Con la mayoría de edad, Meurice salió para estudiar más. Tenía y tiene una memoria de elefante. Lo demostró en Vitoria, años 50, donde recaló por un tiempo. De sus días en España recuerda con gozo el frío alavés, el vino de Rioja y los deseos de volver a su isla cuanto antes. Sin embargo, la vida le llevó por otros caminos, caminos que siempre terminan en Roma. La Gregoriana le doctoró con méritos y allí sonó la hora del retorno. En 1958, vísperas revolucionarias, volvió a su tierra.

Transcurrió el tiempo con lentitud caribe y a su paso descubrió que nadie le había preparado para el mundo que le había tocado vivir. Un mundo hostil y ajeno. Una Cuba diferente aunque se llamara igual. Un país del que quisieron arrancar a Dios para plantar a Marx, decapitar a la Iglesia para imponer al Partido, cambiar a Martí por Fidel. No pudieron.

Todo eso se lo explicó Meurice a Juan Pablo II en una homilía histórica. Fue ante medio millón de cubanos y con Raúl Castro presente (y nervioso) mientras el pueblo exigía libertad a gritos. Aún recuerdo al viejo comunista revolverse en la silla cuando el arzobispo contaba con pausa las verdades del barquero. Después le persiguieron por tener la lengua larga, le apretaron, le aislaron. No pudieron quebrarle.

Pedro Meurice –pastor bueno– se jubila y, aunque la noche sea larga, él está en paz. Una paz interior que le recuerda el refrán montuno: “Nunca está más oscuro que cuando va a amanecer”. Meurice sabe que debe irse, pero su corazón oriental le grita que no se vaya. Todavía no. Él quiere quedarse. En Cuba. Está sembrado allí, firme como una palma real. No se marcha. Ni aunque lo arranquen. Hasta que salga el sol.

sábado, 17 de mayo de 2008

Campeón al revés

Ahora que el Giro vuelve a las noticias porque un español va líder, me viene a la cabeza una historia de hace medio siglo, cuando toda toda Italia conocía a Luigi. Y eso que Luigi no era rico, no era guapo y ni siquiera destacaba en lo suyo, el ciclismo profesional. Sin embargo, Luigi Malabrocca era un tipo simpático y los viejos aficionados a la bicicleta aún sonríen –entre la perplejidad y el cariño– al recordarle. “¡Ah! Malabrocca, el último”, dicen con pillería.

Desde el principio de su carrera, Luigi “El Chino” supo que jamás iba a ganar un Giro o un Tour. Él no era un fenómeno como Coppi o Luison Bobet, máquinas perfectas, todo corazón, pulmones y piernas de acero. Eso sí les llevaba ventaja en una cosa: él había pasado hambre. Último de siete hermanos, venía de un mundo rural y miserable en el que comer caliente era un milagro. En aquellos tiempos de posguerra, el ciclismo era un refugio para gente acostumbrada a sufrir, un escape digno, una salida para los que tenían nada. Sobre todo, nada que perder. Como él. Por eso Malabrocca, consciente de sus límites, se centró en un reto inefable: ser el peor.

Tras la II Guerra Mundial, el Giro había vuelto con su épica de gestas sobrehumanas, pero necesitaba publicidad, así que la organización unió a los maillots habituales uno nuevo: la maglia nera, que premiaba al último corredor de la general. Los ciclistas franceses, soberbios, huían como conejos de esa “distinción”. Los alemanes, más simples, jamás llegaron a entenderla. Para los italianos, sin embargo, era pura fantasía sobre ruedas y le gritaban “Corre Luigi, que los últimos serán los primeros”. Para más rechifla, una empresa de dulces patrocinaba el jersey negro y regalaba libras de chocolate al farolillo rojo. ¡Qué grandes!

Al ver el nuevo maillot, Malabrocca descubrió que había nacido para lucirlo e hizo lo impensable para lograrlo: ocultarse en los pajares, dormir la siesta en las cunetas y simular lesiones. Le daba todo igual. Por eso entraba en los bares a saludar o se perdía a propósito. Llegó incluso a esconderse en un pozo, bicicleta incluida. Su humor delirante le hizo tan famoso que le llovían los regalos, casi siempre comestibles. Vino, aceite o jamones. La gente le quería.

A finales de la década de 1940 llegó su consagración. Luigi ganó el jersey negro dos años seguidos y entró en la leyenda. Todos estaban de acuerdo en que era mejor ser último que no ser nadie. “El anonimato mata”, decía. En 1949, sin embargo, otro vino a ocupar su lugar. Un tal Sante Carollo, albañil de profesión, se empeñó en ir más despacio que El Chino y le arrebató en Monza el maillot negro en un esprín surrealista por no llegar. Digno de ver.

Malabrocca. El último de los últimos, el paquete con ruedas, el Carpanta del pelotón. Ahora que ha muerto, los de su pueblo quieren dedicarle una plaza o una calle. Espero que se la concedan pronto, pero suplico que no la bauticen con el soso y previsible “Luigi Malabrocca, ciclista”. Él merece algo a su altura. Más imaginativo. Más delirante. Más mediterráneo. Por ejemplo "Campeón al revés"

martes, 13 de mayo de 2008

Plus Ultra

Toda la vida han existidos dos polos. El Polo Norte y el Polo Sur. Bien es verdad que en tiempos de la EGB te liaban con el polo geomagnético y el celestial, pero eso eran tecnicismos de sabelotodo. Lo realmente fascinante eran las historias de Amundsen, Scott y Shackleton camino del Polo Sur, o la disputa entre Cook y Peary sobre quién llegó primero al Ártico. En aquellos años nos atrapaban sin remedio las películas de aventuras con nieves eternas, ya fueran en compañía de Colmillo Blanco en Alaska o con Gregory Peck cazando focas mientras aspiraba a tener el mundo en sus manos.

Ahora llaman “tercer Polo” al Everest por ser la cima terrestre más alta y la idea de tener tres polos me fascina. Más aún si sólo cuatro hombres han estado en esos lugares y uno de ellos es español. Entonces la leyenda de conquistar los tres polos eleva al coronel Francisco Gan a la galería de los más grandes, sólo un peldaño por debajo de los primeros explorados glaciares.
Francisco Gan es un catalán sin pretensiones. Ahora está destinado en el Regimiento de cazadores de montaña América 66, en Aizoain (Navarra), que es un cuartel al que aprecio porque allí juré bandera. Gan no da valor a la gesta de haber pisado los tres polos, quizá porque conoce de cerca la muerte. Con sus hombres ha estado destinado en Bosnia, Kosovo y Afganistán, país éste que conoció de paso a la cordillera del Himalaya.

Él sabe lo que es la adversidad, el sufrimiento y la superación de ambos. Lo ha vivido en muchas ocasiones a lo largo de su vida, por ejemplo, cuando arrastró un trineo de 100 kilogramos durante 55 días camino de la Antártida. Fue en 1995 y la odisea se alargó hasta cubrir 1.400 kilómetros a pie junto a compañeros del programa Al filo de lo imposible. En ese desafío llegaron al mismo punto en el que el capitán Scott encontró los restos del campamento de Amundsen en su cruel pelea por conquistar el Polo Sur.

Cuatro años más tarde, con esa tenacidad castrense que tanto escasea y que tanto admiro, volvió a los límites de la resistencia humana. En aquella ocasión, 1999, formó parte de la primera expedición española al Polo Norte. Y logró pisarlo y colocar allí la bandera nacional. Atrás habían quedado 1.300 kilómetros de frío polar –nunca mejor dicho– y silencio atronador, de océanos de hielo y ventisca asesina, una ventisca cortante como la cuchilla de un afilador. Tardaron dos meses en llegar, pero mereció la pena.

“Ahora debe de haber más gente que lo ha logrado”, dice Gan. “Pero lo importante no es ser el primero o el octavo. Esas son cifras vacías para que las historias ganen en intensidad”. Para él lo interesante es el reto, descubrir tus propios límites, intentar ir más allá
“La montaña no se vence, se experimenta. Pero no por su belleza, sino por el espíritu con el que acercas a ella. Con el deporte se rescatan valores como la cooperación o la disciplina. En el ejército y en la montaña, además, se aprende a sobrevivir, a aceptar la derrota y a seguir luchando. Si te paras no resolverás tus problemas”.

Lo dice el coronel Gan sin darse importancia y yo le creo. Sobre todo cuando concluye “A mi lo que me cuesta una barbaridad es ser buena persona todos los días y a todas horas, apreciar lo pequeño y vivir lo cotidiano con sentido de aventura”.

Publicado en OSACA 11 de mayo de 2008