martes, 27 de mayo de 2008

La vieja nueva tierra

Jerusalén tiene en su bandera un león rampante. Es el León de Judá, emblema de la tribu que amamantó a Salomón y David. “León de Judá” es también uno de los nombres de Israel, que hace 60 años logró su independencia. Para algunos son demasiados, para otros son demasiado pocos. Sobre todo si se comparan con el vagar remoto de los hebreos, pueblo errante y perseguido, raza discordante, estirpe que se burló de la Historia para volver a su tierra dos milenios más tarde.

Algunos dicen que el nacimiento del estado israelí fue la indemnización por el horror del Holocausto. Es verdad, pero a medias, ya que los judíos comenzaron el retorno a Palestina a finales del XIX, asustados por el odio antisemita que despertó en Francia el caso Dreyfus y convencidos de que se avecinaba una nueva persecución en Europa.

A mi me lo contó Josep Pla en su crónica titulada Israel 1957. Recuerdo bien la portada con la silueta blanca del buque Theodor Herzl recortada sobre el cielo azul y oriental de Jaffa. La editorial era “Destino” y el destino del libro fondear en casa de Adriano Marques, un jurista varado para siempre en la ría de Vigo a la altura de Cesantes. Con Adriano, conversador de altura, las tardes estivales son de oro, quizá de oro judío, cadenciosas y nutritivas, sí, pero pagaderas en libros viejos.

Pero volvamos a Pla, que en sus apuntes nos brinda la semblanza de un pueblo tenaz y legitimado por la Historia para construir su futuro. Para construirlo y para defenderlo, porque Israel nació por cesárea y sigue igual, siempre en el alambre.

Hacia 1900 empezaron a regresar judíos a Israel de modo organizado, sobre todo procedentes de Rusia, donde la persecución zarista era atroz. Llegaron para cultivar y recuperar su idioma, el hebreo. Llegaron en paz para unirse a viejas colonias sefardíes y pagaron por la tierra en la que se instalaron. Los árabes de la zona, ya fueran musulmanes o cristianos, vendieron sus pedregales a precios de vergel, pero así los judíos compraban el derecho a soñar con su libertad.

En 1909 levantaron Tel Aviv, una ciudad jardín en medio del desierto, urbe preñada de edificios de estilo Bauhaus y hoy Patrimonio de la Humanidad. Después, en 1925, fundaron la Universidad de Jerusalén, bienvenida con júbilo por Freud e inaugurada por Einstein, que le donó todos sus archivos. En años posteriores nacieron el primer Instituto de investigaciones científicas de Oriente Medio, el primer centro tecnológico o la primera Filarmónica, con Toscanini a la batuta.

Desarrollaron también la agricultura, abandonada durante décadas por los amos turcos. Fue tal la necesidad de mano de obra, que miles de sirios y egipcios emigraron a Palestina para trabajar en un proyecto visionario: reforestar. Un naranjo en memoria de cada judío, un limonar por cada benefactor fallecido.

Más tarde llegaron barcos con los supervivientes del terror nazi. El más famoso se llamó Exodus y luego se hizo película con Paul Newman de protagonista. Pero hubo otros, muchos otros, uno de ellos fletado en Estambul por el cardenal Roncalli, más conocido como Juan XXIII.

Hace 2500 años, exiliados judíos colgaron sus arpas de los sauces y lloraron un salmo conmovedor “Si me olvidara de ti, ¡oh, Jerusalén!, que mi lengua se pegue al paladar”. Hoy los hijos de sus hijos amanecen cada jornada en la Tierra prometida, refugio del león del mediodía, firmes como un sicómoro que tuviera por raíces los siete brazos de la Menorah.

No hay comentarios: