viernes, 23 de noviembre de 2007

Mil millas a la italiana

A finales de 1926 cuatro locos del motor se unieron para soñar. En el cuarteto de quijotes había dos nobles ociosos, un piloto profesional y un periodista de la Gazzeta dello Sport y a todos les dolía que Italia no tuviera una carrera de automóviles a la altura de su industria.

Aymo Maggi y Franco Mazzotti eran condes y veinteañeros, ambos sin ganas ni necesidad de trabajar. Ninguna. Amigos de la infancia, recorrían Europa compitiendo en deportes que entonces eran insólitos. Del esquí al polo, sin olvidar su pasión por la caza (donde conocieron a Alejandro Pidal, marqués de Villaviciosa, primer medallista olímpico español y también el primero en coronar el Naranjo de Bulnes).

El tercer hombre se llamaba Renzo Castagneto, un piloto de motos silencioso, terco y curtido en pruebas de resistencia. El último en concordia era el periodista Giovanni Canestrini, aviador en la I Guerra Mundial y empeñado en fundar una revista especializada en el mundo del motor.
El anhelo de esos cuatro mosqueteros era crear una competición sin igual que diera fama a Lombardía –su región natal– y que engrandeciera al automovilismo italiano. Un reto sobre cuatro ruedas, el mejor Grand Prix de la época. Así nació, en 1927, la Corsa delle Mille Miglia –la Carrera de las Mil Millas–, una prueba de 1.628 kilómetros entre Brescia y Roma (y vuelta).

Desde su nacimiento, la Mil Millas se convirtió en un desafío para los aventureros del volante. Estaba plagada de dificultades, tenía enormes puertos, carreteras de tierra, multitud de espectadores en las cunetas y una señalización deficiente. Para colmo, la velocidad de los nuevos coches añadía más riesgo a la contienda porque alcanzaban ¡los 80 kilómetros por hora!
Cada verano la ruidosa caravana de la corsa pasaba como un rayo por las principales ciudades del norte y centro italiano. Todas las grandes marcas de la época –Bugatti y BMW, Porsche y Alfa Romeo, Ferrari, Mercedes, Lancia y Aston Martin– lucían sus últimos modelos y presentaban a sus mejores pilotos (Nuvolari, Von Hanstein, Fangio, Moss). Era una fiesta tricolor.

La última carrera de la primera época, en 1957, superó el medio millar de competidores. Todo el mundo quería participar, ya que la Mille Miglia tenía justa fama ser un desafío colosal. Sin embargo, ese año algo salió mal. Hubo varios accidentes graves, el peor el del marqués de Portago (piloto español de Ferrari) que se mató tras reventar una rueda y arrollar al público a 250 kms/hora. Fallecieron doce personas, niños incluidos, y hubo una treintena de heridos. La magnitud de la desgracia y la presión del Gobierno –Alfonso de Portago era un Grande de España– obligó suspender la prueba sine die.

Así estuvo durante dos décadas. Hasta que en 1977 renació con su romanticismo de siempre, pero convertida ya en una carrera conmemorativa. Los coches que ahora participan son los mismos de antaño. Literalmente. Vehículos construidos entre 1927 y 1957 y recuperados del silencio de museos y garajes. Todo a mayor gloria de los cuatro de Brescia.

Ya no hay peligro de que nadie se mate en una curva porque esta carrera es ya una abuela de ochenta años. Lo peor (o quizá lo mejor) que puede suceder es algún infarto inesperado al reconocer en un Ferrari 750 Monza a Mónica Bellucci o al ver a Jude Law saludando desde un Jaguar XK 120.

Ahora se trata de pasear plácidamente por Italia. Con bella y elegante nostalgia. Nunca a más de 50 por hora.

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