viernes, 23 de noviembre de 2007

600 x 50


Hay días en los que uno se levanta de la cama y la vida te abraza. Yo lo viví hace poco –lo juro– en plena flagelación matutina, tan dormido como siempre frente a la vida. Encendí la radio en un acto reflejo, el mismo aliado fiel que pone la cafetera a calentar, mientras el locutor de siempre anunciaba el fin del mundo cotidiano con un amaestrado coro que le daba la razón. Gracias a Dios llegó el resumen de prensa, raudo como el 7º de caballería, y me rescató del apocalipsis cuando la navaja hacía su faena cual barbero sevillano.
Entonces sucedió. Como el que no quiere la cosa. De repente. “Más noticias. El histórico 600 cumple medio siglo. SEAT lo celebrará en su fábrica de Barcelona con unos actos…”. No oí nada más y, de pronto, rejuvenecí. Más o menos… treinta años.
“El 600”, susurré al aire poniendo cara del niño de Cuéntame. Sin poder evitarlo me vi de nuevo con pantalones cortos, un flequillo nunca recuperado y las prisas de mi padre cargando el coche camino del páramo leonés. Lo recuerdo bien: un 600 D blanco, que (decían) superaba los 100 kilómetros por hora. Es decir, el hiperespacio.
Nadie en casa sabe ya su matrícula, pero seguro que aparece en alguna fotografía ye-yé en blanco y negro. Era grande (¿grande? sí, definitivamente, al menos visto desde los seis años) y con unas puertas que se abrían al revés, justo igual que las de los mafiosos americanos de las películas. Tenía un volante enorme y el claxon sonaba como un elefante con ronquera. A mi hermano le encantaba abrir el motor, que estaba detrás, protegido por una rejilla de chapa ennegrecida por el uso. Yo, sin embargo, tenía otra fijación: los retrovisores. Me sentaba en el asiento del conductor y los ponía a mi altura, poca, con los ojos fijos en aquel salpicadero mágico que era incapaz de descifrar.
Con esa leyenda urbana se habían ido mis padres a Benidorm de luna de miel. Septiembre de 1968. “Adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya”. Fue un pasaje a la ilusión con escala en Valladolid –para que se enfriara– y en Madrid, capital de España. Cuenta mi madre que durmieron en el Hotel Inglés, allá por la Puerta del Sol. Iban recién casados y con las ilusiones sin arrugar. Mi padre, socarrón, lo dudaba. “En realidad pernoctamos poco”, decía siempre con un guiño pícaro a lo Alfredo Landa.
Lo que ambos confirman es que llegaron a Madrid escoltados por un guardia civil fugado de alguna película de Berlanga. “Debíamos de tener cara de ingenuos cuando le preguntamos, cerca de Las Rozas, por dónde había que ir. Él nos miró compasivo, se ajustó el casco con un gesto marcial y ordenó: Me sigan”. Y le siguieron hasta Moncloa, destino final del motorista. Por algo la llaman Benemérita.
El 600. ¡Qué máquina! Fue el primer todoterreno conocido, el antepasado cierto de los monovolúmenes. Nada de inventos americanos o franceses. En la memoria familiar aún se recuerda una romería estival en la que nueve adolescentes se bajaron del 600 como el que se baja de un autobús. Sin una mancha y dispuestos a beberse toda la sidra del mundo.
El 600 cumple años y yo tengo que terminar de afeitarme. Mientras tanto, en la radio escucho a Serrat diciéndome que hoy puede ser un gran día.

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