jueves, 24 de febrero de 2011

Cadáveres exquisitos

Durante sus años en la Universitaria de Madrid
Estación de Atocha, una tarde reciente. Llego apurado, pero no tanto como para saltarme la preceptiva visita a la librería. En mis oídos resuena la recomendación de Pablo Hispán (historiador, zahorí y otras muchas cosas que me callo): "Cómprate el libro de Aguirre".

Pese a estar en Madrid y venir el consejo de quien venía, Aguirre no era Esperanza. Ni siquiera Lope de Aguirre, la cólera de Dios, rebelde conquistador que se enfrentó a Felipe el II como lo que era: un castellano de Oñate.

El Aguirre que me ocupa es Jesús Aguirre Ortiz de Zárate, un personaje sublime, aristo-ácrata de la mejor especie. El cura Aguirre, tan aficionado a hacerse pasar por jesuita. El que confesó, casó y bautizó gran parte de la izquierda española antes de colgar su vocación de una percha y convertirse en un intelectual abajofirmante de pañuelo fucsia y zapatos italianos

Aguirre el bastardo, el viperino, el dandy enamorado de Oscar Wilde. Aguirre el seductor y pirotécnico. Aguirre el trepador, mezcla de enredadera y reptil. De sangre fría, bien sûr. El sospechoso fan de Ruano y Amarguren, el políglota aficionado a las lenguas, sobre todo masculinas, ya sean el francés o el griego. Aguirre el discípulo de Ratzinger en Múnich y capellán de la Universitaria en Madrid. El maestro de ceremonias en Bocaccio hasta ser director general con la UCD (¡qué verguenza!) o miembro de la RAE o director de la legendaria Taurus, editorial con cuernos.

Con pipa a lo Sartre, pero sin ojo perdido
Aguirre diletante. Aguirre snob en sentido literal: Sine Nobilitate. Mordaz conversador y culto hombre de letras (también letras de cambio). Pagado de sí mismo y, al tiempo, indefenso y atormentado por su origen, hambreando cariño. Bonjour Tristesse

Aguirre, en fin, en la Corte de los Milagros: amigo del Rey, yerno del duque muerto  y duque él mismo por vía seminal (si es que la hubo) gracias a los caprichos de Cayetana, la de Alba, reina del papel couché y Grande de España. Una, grande y libre. Libre de todo convencionalismo: "Jesús es el único hombre al que he querido de verdad".

Ahora nos lo resucita Manuel Vicent en una deliciosa crónica biográfica (deliciosa y caníbal) titulada Aguirre, el Magnífico (Alfaguara), que por momentos recuerda a las Fabulosas narraciones por historias, también antropófagas, de Orejudo.

Según El País, ese faro de 1976 encendido a medias entre Occidente y el franquismo sociológico (Cebrián y Polanco con Ortega Spottorno como coartada liberal, pero no lo suficiente): "Aguirre fue uno de los personajes más peculiares e interesantes del mundo de la religión, la cultura y la aristocracia del pasado siglo. De hecho, el nuevo título de Vicent –que lleva el subtítulo Retablo ibérico– trasciende lo meramente biográfico para pergeñar una visión colectiva de la España y las gentes de la cultura que cubren el abanico cronológico y vital de Jesús Aguirre, es decir, los dos últimos tercios del siglo XX". 

Cayetana y Jesús, un amor desinteresado
Confieso que lo he leído con gusto, morbo y algo de malicia, porque Vicent escribe como los ángeles. Poco importa que sea sobre Fraga y su traje de baño antinuclear en Palomares o García Hortelano en plena traducción etílica de Boris Vian. Le saludo, maestro Vicent.

Duque de Alba hasta el fin, Jesús Aguirre murió como había vivido: solo. Aislado en su torre de marfil, y encadenado por su ambición montañesa a los personajes de su vida irrepetible (cura, intelectual o noble), incluso cuando recorría el pasillo lóbrego que separaba su cama del baño en el decadente y tapizado Palacio de Liria.

Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, Grande de España, de una España en la que no eras nadie sino leías Le Nouvel Observateur, te reías de los chistes de Perich y deseabas a la mujer de tu mejor amigoRequiescant in pace ten years later.

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