domingo, 12 de abril de 2009

Dios y las aceitunas

Allá por los ochenta vi una pintada en los muros de un instituto que tenía mucho fondo (la pintada, no el instituto). Decía así: “Jesucristo resucitó… ¡y mi padre aceitunero!”. Durante unos días le estuve dando vueltas a la frase, que no era capaz de entender del todo. Como me gusta el peligro acudí a un jesuita de Jaén en busca de respuestas. “Es cura y andaluz, así que sabrá olivos y de Dios”, pensé.

Pese a la insolencia, la pintada le hizo gracia porque demostraba que el autor de la burla había entendido qué era el Cristianismo. Con todo, puso cara de San Pablo y me repitió aquello de que si Cristo no había resucitado, vana era nuestra fe y tal y cual. Terminó añadiendo, con frescura, “A muchas personas la resurrección les parece un cuento chino. Si vas a creer en ello, es conveniente que sepas explicarlo”.


Antes de decidir si creía o no “en ello” me puse a leer (sana herencia de mi padre que creía a la manera de Sinatra, es decir, a su manera). Entonces no existía in
ternet, así que opté por lo de siempre, la biblioteca municipal, que era (y es) lo más parecido al Veritatis Splendor. En Gijón ocurría que la sede del Banco de España –con sus enormes columnas y hornacinas huecas– había sido cedida al ayuntamiento, que tuvo el buen criterio de convertirla en biblioteca. No sin antes limpiar sus paredes de reflexiones antisistema del tipo “Libros sí, dinero no” o “Kultura contra el Kapital”.

En aquella época, para encontrar un libro había que bucear en las fichas de autores, nada de las mezclas promiscuas de Google. En el archivo, sólido y de madera, encontré varios títulos con los que saciar mi curiosidad acerca de la resurrección. Obviamente, las fuentes no podían ser católicas, que para eso ya tenía a mi madre, dominadora legendaria de la Historia Sagrada (de la que un tío abuelo anarquista, con carné de la FAI, decía que ni era historia ni era sagrada).

Descubrí entonces que otros habían resucitado antes que Jesucristo. Por ejemplo, el dios Osiris, tan ligado al río Nilo y sus crecidas, y en Persia el dios Mittra, divinidad solar que nace y muere cada día. También supe que ya en el Antiguo Testamento había resurrecciones, sobre todo de niños, y que los Evangelios no eran muy originales en cuanto a re-animar (literalmente, dar de nuevo el alma), ya que Jesús había resucitado a su amigo Lázaro, al hijo de Jairo y también al de la viuda de Naim (que era una aldea y no un judío del siglo I, como yo pensaba).

De todos modos, la verdadera resurrección era la del propio Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, según la vieja fórmula del bruto y bueno de San Pedro. Ese es el misterio central de la fe, el día grande para los seguidores de aquel rabbí nazareno crucificado hace dos mil años.


“Sin resurrección todo habría sido un fracaso. Sin sepulcro vacío no merecería la pena dedicarle un minuto a este asunto” me había dicho el jesuita andaluz. “La fe se tiene o no se tiene. Ahí poco puede hacerse. Donde hay un amplio campo es en el deseo de saber, de conocer la Verdad.” Es decir, de buscar a Cristo, de encontrar a Cristo y, ya puestos, de amar a Cristo.

¿Suena ñoño? Quizá sí, pero es lo que hay…mal que le pese a mucho reprimido espiritual con brocha empeñado en decir que su padre es aceitunero.

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