viernes, 13 de marzo de 2009

La canción de Scarlett

El sol de invierno se proyecta a través de los cristales y cambia sus matices con el discurrir del día. Griet, la joven y sigilosa criada, se afana por la casa con elegancia etérea, casi irreal, fuera del tiempo. Sin embargo la escena tiene un lugar y una época: Delft, Holanda, 1665. Allí vive Johannes Vermeer, esclavo de un don divino. El artista trabaja en sus cuadros con lentitud y un solo fin, que son dos: capturar la luz, pintar el silencio.

Griet y Vermeer están solos en la buhardilla donde duerme ella. En ese cuarto guarda el maestro sus pigmentos y, cautivado por la delicadeza de Griet, le enseña a mezclarlos. Están sentados uno al lado de otro, las manos con restos de pintura, el aire condensado. Es un diálogo de los ojos y el alma en el que ambos parecen rozarse, pero no llegan a hacerlo. Justo entonces la voz de la señora Vermeer les descubre lo que nunca llegará a ocurrir.

Esa escena de La joven de la perla consagró a Scarlett Johansson en el olimpo de las diosas del cine –sección inocencia–, donde reinan desde siempre Audrey Hepburn y Grace Kelly. Por razones obvias existe un apartado más tórrido para Ava Gardner, Sofía Loren y Liz Taylor, versión gata sobre el tejado de zinc. De todo hay en la viña del Señor.

El caso es que Scarlett deslumbró con sus diecinueve años recién estrenados y una mirada imposible. Repitió ingenuidad en A Good Woman, decadente y divertida comedia de Oscar Wilde. Allí interpretaba a la joven y despechada Meg Windermere, una esposa para la eternidad. Siguió el idilio.

Andaba la pequeña (1,63 cms.) Scarlett por esos paraísos blancos cuando Tokio nos sacó del error. Fue de repente y con Bill Murray del brazo, lost in translation. Descubrimos entonces que la habíamos entendido mal. ¿Scarlett inocente? Imposible. Al final, la angelical Johansson no lo era tanto, así que hubo que cambiar su ubicación y mandarla con Ava, Liz y Sofía (también por razones obvias).

Como las niñas buenas van al Cielo y las malas a cualquier parte, Scarlett se fue a Londres con Woody Allen, que sublimó su perfidia en Match Point. En el papel de Nola Rice aparece radiante, turbadora y definitiva. Puro esplendor en la hierba. Abrasada bajo la lluvia con Rhys Meyers de blanco tenis como amante. Era amante porque no era novio. No era novio porque era esposo. Esposo de otra. Otra que no era ella. Por eso era su amante. Un amante que juraba que la dejaría (a su mujer, no a Scarlett). Nunca lo hizo. Prefirió matarla. Una pena.

Ahora Scarlett promociona su nueva película (The Amazon Warrior) en el que interpretará a una aguerrida gladiadora. Quizá por eso el Pentágono quiere que cante de nuevo para las tropas americanas de Iraq, que andan con la moral por la arena. No me extraña. Con esa invitación reviven a Marilyn (Monroe), que también visitó a los marines de su país. Fue en Corea, 1954, escala de uno de sus viajes de novios –tuvo varios novios y, por tanto, varios viajes–. Los octogenarios supervivientes aún la recuerdan enfundada en un traje negro, los brazos desnudos y una voz que apenas se oía. Daba igual. Ver es oír.

Scarlett, rubia y evidente, imitará a Marilyn como el arte imita a la vida. Cantará rodeada de soldados y seguirá su fulgurante carrera hacia las estrellas. Es posible que su voz tampoco se oiga. Seguro que a ellos no les importa.

A mí, la verdad, tampoco.


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