viernes, 5 de diciembre de 2008

Un negro con maracas

Aquella radio, una Magesticº que vino de Barcelona, estaba puesta todo el santo día. Por eso Antonio Machín siempre entraba por las ventanas. Lo suyo era flotar como un globo de feria, ascender por el aire atravesando el patio de luces. A veces llegaba del mercado con un par de gardenias para mi abuela, o venía de hablar con la Luna, o decía que era un salado vendedor de maní –y ahí le esperaba yo, dispuesto a birlarle un cucurucho y ponerme morado–.

Ahora bien, fuese cual fuese la canción, Machín siempre venía con sus maracas. Era un negro con maracas. Entonces se podía llamar a las cosas por su nombre y un negro era un negro. Sin más. En mi familia no se ofendía nadie, menos aún si el autor de la ocurrencia era mi abuelo Joaquín, que volvió de La Habana cuando Machín triunfaba en Europa, justo al borde de la guerra mundial.

“Tremendo bolerista”, sentenció una vez con firmeza judicial. Le había conocido en el Casino Nacional allá por el veintimuchos, casi el treinta, cuando Machín vendía cientos de miles de discos en los Estados Unidos. Años después el corazón se le hacía lágrimas oyendo “Madresita” (“con “s”, niño, con “s”, que en Cuba no hay “z””). Se esponjaba mi abuelo con ese bolero, lo recuerdo bien. Quizá porque desde los 9 años había sido un fugitivo de la miseria, tan española entonces y tan olvidada hoy. O eso fingimos y levantamos muros cada vez más altos. A cambio de prosperar en América no abrazó nunca más a su madre, desterrada en su tierra. Para siempre.

Machín había nacido en Sagua La Grande, hijo de un español blanco y una cubana negra. Aprendió a cantar en el coro de su parroquia y pronto hizo el camino de Santiago… de Santiago de Cuba, se entiende, que es la cuna de casi todo en la Isla. Al menos de casi todo lo importante: la música, el ron y las revoluciones aunque salgan homicidas. Como la última, esa que no pudo llevarse a Machín por delante.

Para entonces, finales de los 50, el cubano era ya una figura inmensa, un cantante legendario convertido en la banda sonora de la España de Franco. De esos años recuerdo con precisión infantil una pregunta de mi hermano: “Mamá ¿por qué Baltasar canta?”. Era (y es) un talento sensible. Para nosotros Machín era el rey negro de la cabalgata. No había otro. Al menos no lo hubo hasta que un día nos sentamos con mi abuelo a ver un combate de José Legrá. ¡Coño con los cubanos! ¡Estaban por todas partes!

En aquellas tardes de lluvia mi madre siempre andaba con la plancha, dale que te pego. Entonces llegaba mi padre, el de los buenos tiempos, cantando por el pasillo El manisero. Porque tenía buena voz el condenado, aunque se prodigara poco con el negro de Sagua. Lo hacía porque a ella le gustaba verle alegre y cantar era señal cierta de que tenía el alma en forma.



Machín. El bueno de Machín, el que nunca renegó de sus orígenes, aunque fuese nieto de esclavos. Eso le hacía un poco más grande, que no más guapo. “Bello, lo que se dice un mulato bello, no lo era ni un poquitico” confesó en cierta ocasión mi suegra, una cubana de las de antes. O sea, espontánea y señorial al mismo tiempo, capaz de volver loco a cualquier gallego… cosa que hizo.

Al opinar así de Machín violó una de las leyes intocables de sus monjas de Vista Alegre: “No hable usted nunca de hombres. Es impropio de señoritas”. Igualito que en España, vamos. A veces, sin embargo, ella se ponía el mundo por montera y decía lo que se sentía. Ahí se retrató Ana María: le gustaba el moreno, pero sólo cuando cantaba.

Los boleros de Machín eran, en definitiva, un hombro en el que llorar, una manera sencilla de decir lo más íntimo. Por ejemplo, “perdóname” o “te quiero”, que se diga como se diga siempre suena ingenuo. Así que, si usted quiere quemar sus naves sin hacer el ridículo, eche mano del negro de las maracas y plántele a su esposa un bolero como Dios manda. Por ejemplo, Toda una vida. Bien agarraditos los dos, que es un modo sublime de demostrar amor.

Entre tanto yo, con su permiso, pa’ Baracoa me voy, aunque no haya carretera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué grande Machín y qué grande este artículo! Gracias por llevarnos Sr. Uria a esos tiempos lejanos, pero también felices de la Cuba libre que dejamos atrás.

Antonio Rey
Tallahasse, FLA