martes, 29 de julio de 2008

Minas en el corazón


Le conozco desde hace muchos años, aunque es mayor que yo. Enrique Figaredo es un jesuita pequeño y sonriente al que se le está poniendo cara de chino. Quizá sea porque lleva dos décadas en Camboya como misionero o, simplemente, porque ya es un camboyano más.

Me reencontré con él a media mañana tomando un café, mientras buscaba con ansiedad un periódico que echarme a los ojos. Cogí La Vanguardia con recelo –he de confesarlo– tal y como vienen las noticias de Barcelona en los últimos tiempos. Sin embargo, los temores se desvanecieron al ojear la contraportada y reparar en el titular. De inmediato mi curiosidad voló hacia una fotografía que me miraba con insistencia, un retrato con rasgos familiares. Extrañamente familiares.

Y tanto. Ahí estaba Kike con su cara de escolar travieso, el pelo ya blanco y una foto en la mano. En ella se ve a una niña, todo sonrisa, agarrada con fuerza sus muletas. Luego supe que se llama Mom y le falta una pierna. Se la arrancó de cuajo una mina antipersona mientras cuidaba cerdos en su aldea. Sin embargo, sonríe y a mí se me encoge el alma al pensar que esa cría podría ser Graciela, mi hija, que tiene 8 años y rebosa un inimitable entusiasmo por la vida.

Pese a ser una víctima, Mom ríe con fuerza. Con una expresión sincera e indochina. Agradecida por haber tenido una segunda oportunidad. Se la dieron los jesuitas, que trabajan junto a otras personas de bien para dar un sentido a la vida de miles de heridos. Son la herencia amputada del genocidio de los jemeres rojos, aquella insaciable jauría de carniceros comunistas que aniquiló a sus compatriotas. Fue a mediados de los setenta, cuando Pol Pot y sus alimañas llegaron al poder con una misión de verdugos: hacer tabla rasa con su pueblo. El resultado fue atroz, deportaciones, esclavitud, torturas y el asesinatos de dos millones de personas sobre una población de ocho. En apenas cuatro años. La orgía de sangre alcanzó tales dimensiones que la población civil minó aldeas y pueblos para protegerse de aquellos idílicos revolucionarios educados en Francia. Jeunes cannibales merveilleux.

Enterrar una mina costaba entonces un dólar. Desactivarla hoy vale mil. Por eso, un cuarto de siglo más tarde hay doce millones de artefactos sembrados por todo el país. Tantos como habitantes. Esa es la igualdad comunista: una mina para cada camboyano. Eche la cuenta y sabrá entonces porqué Figaredo ha dedicado veinte años de su vida a estas gentes olvidadas. Un pueblo en el que cada día tres personas vuelan por los aires al pisar una bomba. Por eso a Mom le falta una pierna y, pese a ello, es una afortunada. Podría sucederle como a Sorha, que simplemente no tiene piernas. Por eso estremece saber que, cuando recibió su silla de ruedas, miró alegre hacia abajo y dijo: “Adiós suelo”. Llevaba años arrastrándose.

Si cierro los ojos puedo recordar a Kike caminando con pausa por los pasillos centenarios de nuestro colegio. En aquellas aulas nos criamos los dos, aunque él me llevaba ventaja. Si los cierro aún le veo en su vespa camino de Somió, donde vivía. Kike se crió con muchos hermanos y decenas de primos en la casa grande de su abuela. Años más tarde estudió Económicas, creo que en Madrid, y entre apuntes y oración cuajó una vocación fuerte.

Su familia pertenece a esa burguesía asturiana que prosperó con las minas, pero de carbón. Uno de sus primos carnales, Rodrigo, hizo una gran carrera y llegó a ser vicepresidente del gobierno de España y director del FMI. En una visita reciente a Camboya, Kike le dijo a su primo "La pobreza es esto, Rodrigo".

Ahora Kike es el obispo de Battambang, una amplia región camboyana. Desde hace 5 años. Le consagró Juan Pablo II y el gijonés aceptó, convencido de que así podría hacer mucho más por sus hermanos orientales. Como un nuevo Francisco Javier. Lo hace en un antiguo cuartel convertido en escuela-taller. En él fabrican sillas de ruedas y los chicos aprenden un oficio mientras buscan fondos para sus proyectos (www.sauceong.org) y, sobre todo, divulgan la inmensa labor que hacen al otro lado del mundo.

Resulta irónico que lleguen desde tan lejos para recordarnos lo que de verdad importa: que la vida sólo merece la pena si uno la vive para los demás. Apúntese.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tuve la suerte de entrevistar hace unos años a Enrique Figaredo para LVA. No sabía que me iba a encontrar -era todo un obispo- y el resultado no pudo ser mejor. Recuerdo su entrega a los demás y la cantidad de sorprendentes historias que compartió conmigo durante nuestra entrevista en la terraza del Dindurra.

Me sorprendió su cercanía y su capacidad para afrontar un mundo tan extraño al nuestro y desdibujado por la dictadura de Pol Pot.