jueves, 21 de febrero de 2008

Así que pasen diez años


La Habana, 20 de enero de 1998. Las calles ardían con la inminente llegada de Juan Pablo II y en el aire flotaban el optimismo, los nervios, las conjeturas. Eran días de alegría contenida, históricos e inciertos, de ansiedad a flor de piel y el mundo a la expectativa. Eran vísperas de un encuentro impagable para la prensa internacional: el pontífice que tumbó al comunismo frente al comandante que lo mantenía en pie –contra viento y marea y Estados Unidos– en una isla antillana. Eran días de esperanza.

Los cubanos, reyes indiscutibles del choteo, decían que el Papa viajaba a Cuba por tres razones: visitar al Diablo, conocer el infierno y comprobar cómo se vive de milagro. Mirta, una monja cubana con experiencia en revoluciones, aseguraba: “No sé que milagros traerá este viaje, pero me bastan los que veo en los últimos días”. El más sorprendente saber que Fidel animaba “a todos los cubanos, incluso del Partido” a asistir a las eucaristías que iban a celebrarse por todo el país. ¿Demencia senil? ¿Humor negro? La maniobra de Castro quería impedir que los actos religiosos fueran altavoces para los descontentos y, de paso, evitar que el número de asistentes se tomara como un apoyo expreso a la Iglesia católica.

“Dentro de diez años todo habrá cambiado. No lo dude, compay”, predecía Arsenio, un viejo negro –casi azul– de la quinta de Matusalén. Arsenio se ganaba la vida vendiendo fruta con un carretón por las calles de Santiago de Cuba, capital emocional de la isla larga. “Diez años. Pa’ entonces ya yo habré cantado el manisero, pero usted –me decía– aún será joven y lo verá. Pa’ entonces ni comandante ni revolución ni ná de ná. Todos pa’l carajo.” El negro Arsenio tenía ese anhelo, quería creer, harto de pasar trabajo y malvivir con 150 pesos al mes, que entonces eran 6 dólares. Seis. Al mes. Es decir, miseria.

Sin embargo, Arsenio el adivino se equivocó. Como casi todos desde 1959. La década fijada se ha esfumado y poco ha cambiado en Cuba. El régimen estalinista sigue a flote, sostenido ahora por Chávez y un petróleo (cien mil barriles diarios) de saldo. Fidel aparece y desaparece en los medios de comunicación como si fuera su propio fantasma y sólo Raúl Castro sonríe: Fidel le ha dejado el país en herencia.

Los cubanos, entre tanto, siguen atados a una dictadura perpetua y Cuba continúa sin abrirse al mundo. Es más, Cuba no ha querido siquiera abrirse a Cuba, a la Cuba profunda que no sale en la televisión, la que no tiene acceso a las divisas ni a las medicinas. La Cuba deprimida de Contramaestre, Morón o Bahía Honda. La que se queda sin luz o transporte. La Cuba con escuelas rurales, pero sin maestros, enviados por cientos a Venezuela como moneda que paga el petróleo chavista.

La Cuba sin medios de comunicación, sin acceso a Internet, la que tiene prohibida la entrada en los hoteles para turistas. La Cuba sin más partido que el Partido (Comunista), sin oposición ni futuro. La Cuba del turismo sexual, la de los que viven de sus parientes en el exilio. La Cuba sin libertad, pero con libreta (de racionamiento). La Cuba de los que sólo comen una vez al día y la de los que se echan al mar para ser libres. Una Cuba más real que el socialismo real.
Han pasado diez años, Arsenio, y pa’l carajo –siento decírtelo– sólo se van los de siempre: los cubanos.

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