jueves, 19 de junio de 2008
Una de trapos
De mis años universitarios recuerdo un grupo que me volvía loco. Eran californianos, les gustaba el surf y… no se llamaban Beach Boys. Eran más bien sus hermanos pequeños y tenían un puñado de canciones fenomenales para el verano y el invierno. Se llamaban Barracudas y en una de sus baladas reconocían con desgarro We’re living in violent times.
Va a ser verdad que vivimos tiempos violentos. Lo compruebo indefenso cuando veo el desfile dominical de chándales, esa deportiva avalancha que suda la camiseta mientras toma el aperitivo o se va compras. Pero no sólo el chándal nos asedia, también pantalones de gigante en cuerpos enanos, gorras de rapero, tangas, tatuajes y agujeros diversos por la piel. Violencia estética en estado puro, cultura carcelaria que se pasea alegremente por la vía pública.
Algo no funciona en nuestra cabeza si nos reímos como hienas de que una adolescente lleve una argolla clavada en la lengua. Hace pocos años esa decisión la hubiese ubicado de inmediato en cualquier tribu australiana, contra las que no tengo nada, pero que no reconozco como mías.
Como tampoco reconozco a un universitario –que los hay– empeñado en asistir a clase de Metafísica o de Embriología con chanclas y bermudas. Tal indumentaria me arrebata si es para ir a la playa de Estaño, allá en mi Asturias patria querida. Pero jamás-never-jamais para abordar los misterios del ser como ente móvil o el espacio que ocupa el saco vitelino.
Para esos menesteres prefiero un buen corte de pelo, camisa, pantalones y unos zapatos reglamentarios que oculten mis dedos torcidos, culpables en su día de espantar a más de una conquista estival. Es decir, me avergonzaría toparme con Aristóteles con una facha más propia del carnaval que de un tipo corriente, que es lo que quiero ser (aclaro: el de la foto con el gorro y gafas de mosca NO soy yo).
Llegados a esta altura se puede pensar que soy un reaccionario, un cavernícola recién salido de su cueva. A lo mejor es cierto, ¡qué se yo!, puede que acabe de caerme de un guindo y el golpe me haga delirar.
Sin embargo, en ese guindo hay más gente. Por ejemplo, en Ascot, donde los organizadores de las famosas carreras han prohibido los escotes y las minifaldas en el Royal Enclosure. En su reglamento de saber estar "recuerdan" a las invitadas que deben llevar ropa interior (verbi gratia, bragas), pero no enseñarlas en público. Esta parte de la noticia, lo juro, me desconcierta.
También se prohíben los vestidos sin tirantes y los tatuajes, así como ir con el vientre al descubierto. Los bronceados artificiales aplicados de forma chapucera también fuera y los que masquen chicle o hablen por el móvil a gritos serán expulsados. Al parecer, esta vuelta a la cordura está impulsada por la propia reina Elizabeth, the Second. So... ¡God save the Queen!
En Francia, por su parte, el consejo escolar de varios institutos, muy laicos y progresistas, que han prohibido a sus alumnas –¡mon Dieu!– acudir con tanga (que es una región de Tanzania) al liceo. Las muchachitas, en su candor juvenil, llegaban a clase medio desnudas, desplegando una lencería tan ardiente que fundía el aire acondicionado.
Ante la temperatura que alcanzó el debate en los medios de comunicación, la socialista Ségolène Royal dijo todo era consecuencia del estilo de mujer propuesto a las francesas, un modelo “en el que el cuerpo femenino se exhibe como una vulgar mercancía”. Entonces fue y se pronunció a favor de la prohibición de las tangas en los colegios públicos. Docencia-ficción a la francesa.
A ver si cunde el ejemplo.
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