El Che regresa a Rosario, su ciudad natal. Lo hace con todos los honores, envuelto en música, paz, alegría.
Ernesto Guevara hubiese cumplido ayer ochenta años. Por eso sus paisanos argentinos le cantaron el "Cumpleaños feliz". Todos sonríen alrededor de su estatua, enorme y negra, de cuatro metros de altura. El peso de su historia es aún mayor, pero también negro y enorme.
El Che, el auténtico Che Guevara, se refleja en estas palabras aterradoras “El odio es un elemento de la lucha, un odio implacable hacia el enemigo, un odio que impulsa al hombre más allá de las limitaciones y lo transforma en una máquina de matar efectiva, violenta, seductora y fría. Así deben ser nuestros soldados. Sin odio no hay libertad”. Lo dijo, sin titubear, en el apocalíptico Mensaje a los pueblos del mundo, durante la Conferencia Tricontinental de La Habana de 1967.
Desde entonces, miles de hombres han muerto y matado impulsados por el Che y su ideología asesina. En Cuba, en el Congo, en Bolivia. En Belfast, en Bogotá, en Madrid. Sus hijos fueron las Brigadas Rojas italianas, los Tupamaros, los Montoneros, el MIR chileno, los comandos palestinos de George Habash, los Grupos Comandos en México, los Macheteros de Puerto Rico, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), el Comando Budiá, el Frente de Liberación de Carlos Semprún, las FARC colombianas, ETA y los GRAPO en España, el FSLN nicaragüense. Y otros, muchos otros. Sin parar, sin dudar, sin rectificar.
Por eso me resulta doloroso ver la imagen del Che rodeado de jóvenes y ancianos que sonríen, mientras los políticos aplauden y una parte del mundo se felicita.
Por eso mi alma llora al leer las palabras de monseñor Carlos Manuel de Céspedes en Granma, periódico oficial de la dictadura. Dice el vicario de La Habana "Casi todo en el Che debería ser contemplado a la luz de su opción coherente y radical por los pobres; de su pasión por lo que solemos llamar "justicia social". Tan coherente y radical, tan acerina fue su pasión, que lo llevó a la ofrenda de su propia vida. Y cuando un hombre entero llega a esos extremos, las discrepancias con él adquieren otro tono, pues tal hombre merece, no solo respeto, sino también admiración entrañable. "
Admiración entrañable. Yo lo llamaría Síndrome de Estocolmo, ese estado psicológico que desarrolla la víctima de un secuestro y que le lleva a identificarse con el secuestrador e, incluso, a defenderlo. Podría calificarlo de ignominia, traición o, simplemente, vergüenza. Vergüenza ajena y propia. Ya lo harán otros. Yo me quedo con el ejemplo y la vida del arzobispo Pérez Serantes, con la de monseñor Meurice y la de miles de católicos cubanos que fueron fusilados, torturados o exiliados. También me quedo con el consejo evangélico "¡Ay! del que escandalizare a uno de estos pequeñuelos. Más le valdría atarse una rueda de molino al cuello y arrojarse al mar".
Quizá, bien pensado, la estatua del Che -puesta por los incautos en lo más alto- sea el mejor resumen de la vida de Ernesto Guevara de la Serna: plomo y dureza inhumana que terminan en un recuerdo inútil.
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