Desde el principio de su carrera, Luigi “El Chino” supo que jamás iba a ganar un Giro o un Tour. Él no era un fenómeno como Coppi o Luison Bobet, máquinas perfectas, todo corazón, pulmones y piernas de acero. Eso sí les llevaba ventaja en una cosa: él había pasado hambre. Último de siete hermanos, venía de un mundo rural y miserable en el que comer caliente era un milagro. En aquellos tiempos de posguerra, el ciclismo era un refugio para gente acostumbrada a sufrir, un escape digno, una salida para los que tenían nada. Sobre todo, nada que perder. Como él. Por eso Malabrocca, consciente de sus límites, se centró en un reto inefable: ser el peor.
Tras
Al ver el nuevo maillot, Malabrocca descubrió que había nacido para lucirlo e hizo lo impensable para lograrlo: ocultarse en los pajares, dormir la siesta en las cunetas y simular lesiones. Le daba todo igual. Por eso entraba en los bares a saludar o se perdía a propósito. Llegó incluso a esconderse en un pozo, bicicleta incluida. Su humor delirante le hizo tan famoso que le llovían los regalos, casi siempre comestibles. Vino, aceite o jamones. La gente le quería.
A finales de la década de 1940 llegó su consagración. Luigi ganó el jersey negro dos años seguidos y entró en la leyenda. Todos estaban de acuerdo en que era mejor ser último que no ser nadie. “El anonimato mata”, decía. En 1949, sin embargo, otro vino a ocupar su lugar. Un tal Sante Carollo, albañil de profesión, se empeñó en ir más despacio que El Chino y le arrebató en Monza el maillot negro en un esprín surrealista por no llegar. Digno de ver.
Malabrocca. El último de los últimos, el paquete con ruedas, el Carpanta del pelotón. Ahora que ha muerto, los de su pueblo quieren dedicarle una plaza o una calle. Espero que se la concedan pronto, pero suplico que no la bauticen con el soso y previsible “Luigi Malabrocca, ciclista”. Él merece algo a su altura. Más imaginativo. Más delirante. Más mediterráneo. Por ejemplo "Campeón al revés"
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