Están muertos. Vienen porque están muertos y vienen también porque lo saben. Sus vidas no valen nada. No tienen pasado ni futuro. Son la escoria de la raza humana. Negros, miserables y africanos, condena bíblica hecha carne y ojos y piel pegada a unos huesos que ya no resisten más.
La marea negra no cesa. Asaltan los muros, invaden las islas, cruzan la mar para llegar al paraíso, que es nuestro y es de alambre y calicanto. Su vida refleja todo el dolor que puede soportar un hombre. Nacen para morir lejos y no les importa. Explotados, olvidados, muertos. Están ya muertos. Aunque lleven otra vida en sus vientres, aunque parezcan humanos y nos miren desde el borde de la amargura… o en el centro de ella. Son cadáveres.
Los veo extenuados, huidizos, famélicos. Alzan sus manos mientras esconden la cara y yo vuelvo la mía ante el televisor. Cruzan a pie miles de kilómetros para llegar a Senegal, a Mauritania o Marruecos. Jornadas malditas en las que comen raíces y beben en los charcos, pero cualquier cosa es mejor que la guerra. Son hijos de alguien, padres de alguien, hermanos de alguien. Tienen familia y tienen alma y, aunque les hayan intentado arrancar la fe a golpes, rezan. Rezan porque es lo único que les queda. Aunque no vuelvan a ver sus hijos, rezan. Aunque no hayan conocido a sus madres, aniquiladas por el SIDA o por un tiro a quemarropa de cualquier niño soldado, rampante caníbal a mayor gloria de su señor (de la guerra). Son negros, pobres y africanos. Son nada. Menos que nada.
No hace tanto éramos nosotros los despojados. La miseria negra, tan española, nos empujaba a partir. Argentina, Cuba, Venezuela. Eran tiempos de lluvia férrea o sol de plomo, de fatigas y pan negro, de horas y más horas y más horas en el mostrador de una bodega habanera o de un almacén de barrio porteño. Para la siguiente generación llegó el frío. Suiza, Alemania, Francia. Todas extrañas con sus lenguas ignotas y el orden pulcro y europeo de sus calles. Poco a poco, con mucho esfuerzo, nuestros emigrantes saciearon el hambre atrasada y enterraron el miedo al mañana y el dolor de no estar con los suyos.
Hoy todo lo hemos olvidado. Todo. Los días sin porvenir, las algarrobas, las casas baratas. Los jornales misérrimos y las jornadas eternas. Los barrios de aluvión. Los trenes. Sobre todo aquellos trenes que iban al norte atestados de emigrantes (boina, camisa blanca y bocadillos de tortilla en papel de estraza).
Ahora sé que su destino no era Zurich, ni Lille, ni Bruselas. Iban al futuro, a un mundo en el que había agua caliente y sueldos justos, en los que un franco eran 14 pesetas. Viajaban a la esperanza, al sueño de sentirse hombres de nuevo, al orgullo de mantener una familia y contar un techo sobre su cabeza, al tacto de sábanas limpias y al aroma del café sin achicoria. Así éramos no hace tanto. Pero queremos olvidarlo todo. Somos nuevos ricos y vivimos anestesiados con gestas efímeras e intrascendentes triunfos deportivos. Es la vida. Pan y circo.
Los tiempos cambian, pero las tragedias resisten, siempre multiplicadas. Ahora llegan en pateras, en cayucos, en los ejes de los camiones. África los expulsa como lo que son, las heces de un mundo terrible que no tiene piedad, que abrasa con balas de fuego, que mutila con machetes de hierro, que calcina y tortura y descoyunta a sus hijos.
Así llegan a nuestras costas. Hermanos míos porque tenemos el mismo Padre. Los veo llegar una vez más, hacinados, a la playa y entonces lloro como un hombre que llora, que se duele de su raza, loba de arrabal, y confirma con infinita pena que tenemos el alma blindada. Me siento entonces –soy entonces– un hijo de la ira que le ruega al Cielo para que cese esta marea de dolor.
Ya basta.
4 comentarios:
La primera cosa que debemos hacer es eliminar las aranceles que dificultan el comercio entre Europa y el Tercer Mundo. Tenemos que darles la oportunidad de competir y vender sus exportaciones; solo asi habra trabajo en los paises del oeste de Africa.
Segundo, no se lo que podemos hacer contra los gobiernos corruptos, brutales, y dictatoriales que tienen la mayoria de estos paises.
Tan real como duro.
Pero debemos preguntarnos, ¿qué es lo realmente duro, lo que pasa o lo que pasa la gente de esto?
Los dos teneis razón. Nico porque es verdad lo encallecido (y encanallecido) que tenemos el alma. Y Juancho porque sólo si se desarrollan y pueden vender empezarán a salir del pozo. Sobre sus gobiernos... es un pregunta difícil para la que no tengo respuesta.
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