Los toros se preparan para correr Estafeta arriba y Pamplona se viste de blanco y rojo para desparramarse en sus Sanfermines, fiestas legendarias al menos desde el siglo XVI, época de las primeras crónicas de los festejos a San Fermín, nacido noble y ciudadano romano, pero que murió mártir en el año 303.
Todo comienza con el chupinazo, mediodía del 6 de julio, Plaza Consistorial. Hasta ese instante la tradición prohíbe anudarse el pañuelico al cuello. Sería una ofensa, una imprudencia, un pecado imperdonable. Por eso hay que esperar que el balcón del Ayuntamiento se abra para que el concejal de turno grite “¡Viva San Fermín!, ¡Gora San Fermín!” y el cohete rasgue el cielo hasta estallar.
Entonces todo se precipita y Pamplona revienta en mil colores, que siempre son el mismo: el rojo. El rojo de la sangre, del vino, el rojo de las fajas de los mozos que vuelan por Mercaderes ante las bestias. De rojo se tiñe cada tarde el cielo antes de que los fuegos artificiales pinten de rojo la Vuelta del Castillo. Roja es la capa nueva de San Fermín. Roja es la fiesta y sus días de julio.
Los verdaderos Sanfermines son el Riau-riau con el cabildo de gala para honrar al santo en las Vísperas de San Lorenzo con “La Pamplonesa” atacando el vals de Astráin. La fiesta genuina es la que abre la procesión con los maceros y libreas a la cabeza mientras la música de las charangas flota en el aire –mitad jotica, mitad irrintzi–. Los auténticos Sanfermines son los que anuncia la campana María desde la catedral con el resto de sus hermanas de la vieja Iruña a coro.
Esos son los Sanfermines legítimos. Los que deslumbraron a Hemingway, los que son únicos. Los Sanfermines de siempre sobreviven en los auroros de Santa María –castas e irreductibles– y se consagran cada 7 de julio en la Procesión del Santo por Navarrería. La fiesta de ley está en la Peña Mutilzarra (seas o no mozo viejo solterón) y también en la corrida de toros a las seis y media (en sombra si eres un fino y en sol si eres un loco). Los históricos Sanfermines hablan japonés y están borrachos en inglés, pero renacen en español cada mañana a dos minutos de las ocho en la hornacina engalanada de la Cuesta de San Domingo, dispuesto el santo a desplegar su capotico en el encierro al oír el primer canto devoto. Por ser nuestro patrón.
Estas fiestas son los gigantes y los kilikis, Gorgorito y maese Villarejo, el baile de la alpargata en el Nuevo Casino, los churros de La Mañueta y las tertulias del Maisonnave, el apartado a la 1, la salida de las peñas, el desfile de mulillas, el encierrillo del crepúsculo y el Struendo de Iruña (peña sin subvención).
¡Ah! El Struendo, ¡qué momentico! Concentración inesperada y nocturna de bombos y txistus en los alrededores de Casa Marceliano, alboroto que durante horas aturde a propios y extraños en un bombardeo incesante, desmedido y fenomenal hasta terminar en el pocico de San Cernin, que fue donde bautizaron al santo. Tras el escándalo, la marcha entona el Agur Jaunak y hasta mañana, que ya es hoy.
Los toros ya corren Estafeta arriba y en Pamplona se ha parado el tiempo. Al menos hasta que oigamos el Pobre de mí. Será la señal clara de que ya falta menos para el próximo San Fermín. Amén.
Todo comienza con el chupinazo, mediodía del 6 de julio, Plaza Consistorial. Hasta ese instante la tradición prohíbe anudarse el pañuelico al cuello. Sería una ofensa, una imprudencia, un pecado imperdonable. Por eso hay que esperar que el balcón del Ayuntamiento se abra para que el concejal de turno grite “¡Viva San Fermín!, ¡Gora San Fermín!” y el cohete rasgue el cielo hasta estallar.
Entonces todo se precipita y Pamplona revienta en mil colores, que siempre son el mismo: el rojo. El rojo de la sangre, del vino, el rojo de las fajas de los mozos que vuelan por Mercaderes ante las bestias. De rojo se tiñe cada tarde el cielo antes de que los fuegos artificiales pinten de rojo la Vuelta del Castillo. Roja es la capa nueva de San Fermín. Roja es la fiesta y sus días de julio.
Los verdaderos Sanfermines son el Riau-riau con el cabildo de gala para honrar al santo en las Vísperas de San Lorenzo con “La Pamplonesa” atacando el vals de Astráin. La fiesta genuina es la que abre la procesión con los maceros y libreas a la cabeza mientras la música de las charangas flota en el aire –mitad jotica, mitad irrintzi–. Los auténticos Sanfermines son los que anuncia la campana María desde la catedral con el resto de sus hermanas de la vieja Iruña a coro.
Esos son los Sanfermines legítimos. Los que deslumbraron a Hemingway, los que son únicos. Los Sanfermines de siempre sobreviven en los auroros de Santa María –castas e irreductibles– y se consagran cada 7 de julio en la Procesión del Santo por Navarrería. La fiesta de ley está en la Peña Mutilzarra (seas o no mozo viejo solterón) y también en la corrida de toros a las seis y media (en sombra si eres un fino y en sol si eres un loco). Los históricos Sanfermines hablan japonés y están borrachos en inglés, pero renacen en español cada mañana a dos minutos de las ocho en la hornacina engalanada de la Cuesta de San Domingo, dispuesto el santo a desplegar su capotico en el encierro al oír el primer canto devoto. Por ser nuestro patrón.
Estas fiestas son los gigantes y los kilikis, Gorgorito y maese Villarejo, el baile de la alpargata en el Nuevo Casino, los churros de La Mañueta y las tertulias del Maisonnave, el apartado a la 1, la salida de las peñas, el desfile de mulillas, el encierrillo del crepúsculo y el Struendo de Iruña (peña sin subvención).
¡Ah! El Struendo, ¡qué momentico! Concentración inesperada y nocturna de bombos y txistus en los alrededores de Casa Marceliano, alboroto que durante horas aturde a propios y extraños en un bombardeo incesante, desmedido y fenomenal hasta terminar en el pocico de San Cernin, que fue donde bautizaron al santo. Tras el escándalo, la marcha entona el Agur Jaunak y hasta mañana, que ya es hoy.
Los toros ya corren Estafeta arriba y en Pamplona se ha parado el tiempo. Al menos hasta que oigamos el Pobre de mí. Será la señal clara de que ya falta menos para el próximo San Fermín. Amén.
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