martes, 11 de marzo de 2008
El Lido en invierno
Venecia es una ciudad distraída y enigmática. Sobre todo en los días desiertos de invierno, cuando resplandece sin arrogancia y su abandono viejo y aristocrático se vuelve irresistible.
Dicen que el nombre de Venecia procede del latín Veni etiam –Ven de nuevo–, invitación sublime –¡Vuelve a Venecia!–, digna de ser disfrutada a la menor ocasión. Quizá Enero sea el mes perfecto para descubrir cómo las tardes de la laguna tiñen los palacios de ceniza y silencio y el agua se vuelve gris, gris perla, un perla vetusto y señorial que realza el ocaso de la Serenísima república, de sus puentes esquivos y sus máscaras ciegas de Carnaval.
Es cierto que no todos comparten el gusto por esa Venecia deteriorada e incierta. Por ejemplo, Marinetti, poeta que clamaba “¡Despreciamos a la antigua Venecia extenuada, imán del esnobismo y la estupidez universal!”. Así eran Filippo y sus amigos futuristas: frenéticos, mecánicos, excesivos.
Sin embargo, Marinetti adoraba la isla del Lido, que es larga y fina como su arenal de doce kilómetros. La playa de Venecia es una barrera que protege a la ciudad de las olas y los vientos, ya sea el colérico boraccio o el amenazante siroco, en invierno y en verano, épocas que el Adriático se abre para azotar inmisericorde a los habitantes de la laguna. Sin el Lido no existiría Venecia: el mar y sus corrientes ya la habrían tragado, nueva Atlántida mediterránea.
Esas mismas aguas voraces son las que bañan la sutil playa del Lido. Durante el estío es bulliciosa y soleada, pero en invierno recupera la discreta elegancia de tiempos lejanos, principios del siglo XX, cuando el Lido era el abrigo de la Europa regia, apenas amenazada por Biarritz o Montecarlo. Entonces la isla era frecuentada por reyes y príncipes del arte y la vida. Todos entregados al dolce far niente, tumbados con indolencia en las hamacas mientras las horas volaban gozosas, lentas y sublimes entre casetas rayadas y un oleaje de acero.
Ese reposo antiguo era el que buscaba el zar Nicolás II, el último de su estirpe, al afirmar “Siempre que dudamos entre dos playas, una de ellas es el Lido”. O Wagner, que todos los sábados salía de madrugada de su palacio en el Gran Canal para contemplar el amanecer en la isla. O Thomas Mann cuando se alojó en el Hotel Des Bains (Lungomare Marconi 17, Lido Norte), escenario final de pasiones equivocadas, teatro perfecto para descubrir la Venecia trágica con la 5ª de Mahler de fondo.
Invierno en el Lido. Sus calles solitarias, sus gentes silenciosas. La villa de Malamocco, madre de la isla, con su campanario de pueblo y sus calles recoletas. El aroma años veinte que lo impregna todo, del Templo Votivo al puente de San Nicolò, del Palazzo del Cinema –del que Fellini decía que entrar en él era “como aprobar un examen final"– al Hotel Excelsior con sus actrices neoclásicas camino de la Mostra cada septiembre (ya fueran la poderosa Magnani, Katherine Hepburn en Mujercitas o la Garbo de Anna Karenina).
Y, sobre todo, el mar. El Adriático –el Mare Superum latino–, pretexto de los venecianos para hacerse poderosos, opulentos y cultos. De Marco Polo a Vivaldi, de Petrarca a Tintoretto.
Y, siempre, el Lido. El Lido en invierno. Tan bella, tan decadente y tan difícil. Tan majestuosa, pero tan frágil. Tan antigua y, al mismo tiempo, tan superficial.
Tan maravillosa.
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