Aunque parezca increíble, Guantánamo es sinónimo de libertad para Amado Veloso Vega. Él repite que Guantánamo es el fin de una condena, la puerta a una vida mejor, el pasaporte a la libertad. Al menos para los cubanos de Cuba. “Yo vengo del infierno”, sentencia sin odio. Su tremenda historia lo confirma.
En 1992, Amado Veloso intentó huir de Cuba por la base naval estadounidense de Caimanera. Tenía 21 años. Su aventura comenzó de noche. Solo y a rastras. Como un gusano. Oculto para no ser visto. En silencio.
Todo iba bien hasta que rebasó el último muro cubano. Entonces dos bengalas iluminaron el cielo y quedó al descubierto. En ese momento pisaba zona neutral y legalmente no podían detenerle. Pese a ello, decidió no moverse hasta al amanecer. Ni respirar siquiera. Fue en vano. Tras las bengalas llegaron los balazos. Procedían de su propio país. Avanzó entonces con rapidez y terror, un terror eterno. Hasta que una mina –también cubana– se cruzó en su fuga. La explosión le aventó varios metros y la metralla se incrustó por todo el cuerpo. La peor parte se la llevó el alma. Bola negra. Veloso se rindió. ''La carne abrasada me colgaba de las piernas. Sangraba por todas partes”, recuerda. “El dolor era monstruoso”.
Todo iba a acabar allí, en tierra de nadie, pero los militares cubanos fueron a por su presa. Las mutilaciones eran tan atroces que le dieron por muerto. Sin embargo, el reglamento manda, así que le clavaron dos bayonetazos para confirmarlo. Un gusano menos. Después le arrastraron hasta la zona cubana. El oficial al mando ordenó al verlo que no le llevaran al hospital. “No merece la pena. Se desangrará por el camino”. Así que directo al depósito de cadáveres. En la morgue le arrojaron sobre una mesa de metal, pero un médico de urgencias vio que aún respiraba y le inyectó adrenalina para reanimarlo. Amado Veloso Vega sobrevivió.
La odisea sigue. Delirante. “Yo era un apestado por el intento de fuga, un muerto viviente. Fui encarcelado dos años y, al salir, pedí unas prótesis para caminar de nuevo. Me dijeron que ese material sólo era para los militares cubanos heridos en misiones internacionalistas”. Entonces solicitó una silla de ruedas. La respuesta fue diferente y la misma: no hay sillas de ruedas para traidores. “Que te la compren los del exilio”, le espetaron.
Y eso fue lo que ocurrió. La Fundación Nacional Cubano Americana se enteró del caso y, tras mil peripecias, la silla de ruedas entró en Cuba. Sin embargo, la Seguridad del Estado –fiel a su miseria– le cayó encima al descubrirlo. Registraron su casa y le interrogaron muchas veces. Al fin, tras una multa ejemplar, le quitaron la silla. “La recibirá alguien que le precise más que usted”, le dijeron con una sonrisa en la boca.
Amado Veloso Vega siguió adelante. Hizo de todo para comer y todo ilegal. Cuba no paga a traidores. En 2006, Amado escapó de nuevo con otros compatriotas. Era el cuarto intento, esta vez en una balsa. Algunos días después fueron descubiertos a la deriva en el estrecho de Yucatán por los guardacostas de EE.UU., que los arrestaron. Nuevo destino: Guantánamo. Esta vez del lado norteamericano, donde permaneció casi un año.
Hace unos días, Veloso llegó a EE.UU. con un visado humanitario gestionado por la Conferencia Episcopal norteamericana. En Washington ha contado su terrorífica historia, que es un ejemplo de coraje, tesón y deseo de ser libre. ''Ahora sé que mi sufrimiento valió la pena'', dice con sencillez. “Pagué un precio alto, pero fue el precio de la libertad''.
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