Acostumbrados como estamos a noticias imposibles, nos cuesta aceptar que la vida de alguien las supere. Sin embargo, eso es lo que ocurre con la existencia de Alejandro Campos, alias Finisterre, un gallego discreto con una historia digna de ser contada.
Los que le quisieron dicen que Finisterre fue un caballero y que su vida estuvo volcada en el prójimo. Sólo así se entiende que inventara el futbolín, artefacto que se sacó de la manga durante la Guerra Civil mientras compartía heridas con otros rapaces mutilados. En esos días de letargo en el hospital de Montserrat, todos soñaban con el fútbol. El fútbol sobre todas las cosas. Eran los años de Lángara y Zamora, de Ciriaco y Quincoces, jugadores consagrados en el mundial del 34. Héroes en pantalones cortos a los que imitar, aunque eso no les gustara a los anarquistas y socialistas, que decían que el football era un invento burgués y extranjero que alejaba a la juventud de la lucha revolucionaria.
Sordo a las consignas, Finisterre se puso a cavilar una solución que hiciera felices a sus compañeros de tedio. Le dio vueltas. Muchas. Al fin y al cabo, también él estaba atado a una cama y esas condenas se llevan mal cuando tienes quince años. En el sanatorio había un carpintero vasco que les había fabricado una mesa de ping-pong y en ella mataban el tiempo sin tener que salir de la enfermería. Así que Finisterre le preguntó si podía construirles algo parecido, pero colocando unas barras con tacos de madera que hicieran de futbolistas y perforando dos agujeros para las porterías.
De ahí a la inmortalidad sólo había un paso, equivalente al que había dado para esquivar la bomba que le cayó encima durante el asedio de Madrid. Mal que bien salió del trance, pero, como otros muchos, tuvo que exiliarse. Cruzó los Pirineos a pie y, por el camino, perdió la patente que certificaba que era el padre del futbolín, ese remedio contra el hastío, escape vital para soñar con los aplausos de Chamartín o Les Corts. Un juego que sigue anclado en la memoria patria décadas después, irreductible y victorioso a las embestidas de la vida, presente incluso en el diccionario de la RAE.
A Alejandro Finisterre, coruñés correoso, sus amigos le recuerdan con un libro de León Felipe bajo el brazo, poeta del que fue editor en México y España. Antes de eso había tenido muchos oficios: peón de albañil, mozo de imprenta y también aprendiz de zapatero. Hasta fue bailarín de claqué en la compañía de Celia Gámez. Después vivió en varios países americanos e, incluso, promovió en 1974 un encuentro de intelectuales españoles, exiliados y no. Cuentan que allí se jugaron buenas partidas de futbolín de republicanos contra monárquicos, pero el resultado final es una incógnita. Nadie quiso nunca desvelar si al futbolín se jugaba mejor con la derecha o con la izquierda.
En el morral de Finisterre viaja ya para siempre la honra de ser el inventor del futbolín, un trasto que ha unido a los españoles, aunque sea para jugar. Para jugar al futbolín. El futbolín de Finisterre.
Ignacio Uría OSACA 4 de marzo de 2007
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