No debe de ser fácil tener a un mito por hermano y menos cuando a ese mito lo asesinan. Si además era presidente de EEUU en el momento del magnicidio, entonces la cosa se complica mucho. Todo eso le ocurrió a Eunice Shriver, de soltera Kennedy, una mujer valerosa que siempre llevó encima la sombra de sus hermanos.
Eunice fue la quinta de nueve y con apenas cuarenta años ya había asistido al entierro de tres de ellos: Joe Jr. –que falleció en la II Guerra Mundial–, su hermana Kick en un accidente de avión y JFK, asesinado en Dallas por vaya usted a saber quién.
De ella dijo su padre que, si hubiera nacido hombre, hubiese sido el mayor talento político de la familia, muy por delante del presidente Kennedy o de su hermano Bob, que también murió asesinado. La gran diferencia con ellos es que su ambición no estaba en ocupar altos cargos, sino en ser útil a los demás.
Todo comenzó cuando descubrió que su hermana Rosemary, tres años mayor que ella, tenía una discapacidad intelectual. A partir de ese momento, Eunice se volcó con Rosemary, pero las cosas empeoraron cuando le hicieron una arriesga operación cerebral. Rosemary perdió la memoria y tuvo que empezar de nuevo: a caminar, a hablar, a sonreír. Entonces Eunice comenzó a llevarla a navegar hasta Marthas Vineyard todas las semanas. Hacer deporte era lo único que parecía devolver a Rosemary al mundo real y ese hecho se le grabó a Eunice en el alma.
Durante sus años de universidad en Stanford se dedicó a dar clase a los hijos de los inmigrantes mexicanos y, ya en 1950, colaboró en el Hogar del Buen Pastor de Chicago y como trabajadora social en una cárcel para mujeres.
Sin embargo, su vocación estaba en los discapacitados intelectuales, como su hermana, que en aquella época estaban dejados de la mano de Dios. De modo que cuando su padre le ofreció dirigir una fundación familiar para ayudar a ese tipo de personas, Eunice dijo sí.
Con ella al frente, la actividad de la fundación se multiplicó, involucrando incluso a las universidades de Harvard y Georgetown.
Su gran proyecto, sin embargo, estaba por llegar: los Juegos Olímpicos especiales, una competición mundial para discapacitados que comenzó en 1962 en el jardín de su casa y que hoy moviliza a 3 millones de deportistas en todo el mundo. La imagen de Rosemary navegando seguía grabada en el fondo de sus recuerdos.
Con el paso de los años a Eunice le dieron todo tipo de premios y doctorados en las mejores universidades del mundo. Ella siguió, tenaz y discreta, con su vida ordenada y su misa diaria en la parroquia de Mercy, cerca de Washington. Era una católica ortodoxa y a la vez una destacada integrante del Partido Demócrata, al que siempre perteneció y al que se enfrentó con fiereza por la postura pro-aborto de sus compaleros. Incluso fundó la asociación Feministas pro Vida. Una de las últimas distinciones se la dio Benedicto XVI al reconocerla con la Orden de San Gregorio Magno.
El pasado agosto falleció acompañada por su marido (que fue candidato a la vicepresidencia de EEUU en 1972 y ex embajador en Francia), sus cinco hijos y diecinueve nietos. Murió sin ruido, quince días antes que su hermano menor, Edward. En su despedida su familia dijo que había sido un ejemplo de fe, amor y el servicio a los demás.
Con ella se fue lo mejor de una dinastía legendaria.
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