
Eunice fue la quinta de nueve y con apenas cuarenta años ya había asistido al entierro de tres de ellos: Joe Jr. –que falleció en la II Guerra Mundial–, su hermana Kick en un accidente de avión y JFK, asesinado en Dallas por vaya usted a saber quién.
De ella dijo su padre que, si hubiera nacido hombre, hubiese sido el mayor talento político de la familia, muy por delante del presidente Kennedy o de su hermano Bob, que también murió asesinado. La gran diferencia con ellos es que su ambición no estaba en ocupar altos cargos, sino en ser útil a los demás.

Durante sus años de universidad en Stanford se dedicó a dar clase a los hijos de los inmigrantes mexicanos y, ya en 1950, colaboró en el Hogar del Buen Pastor de Chicago y como trabajadora social en una cárcel para mujeres.
Sin embargo, su vocación estaba en los discapacitados intelectuales, como su hermana, que en aquella época estaban dejados de la mano de Dios. De modo que cuando su padre le ofreció dirigir una fundación familiar para ayudar a ese tipo de personas, Eunice dijo sí.
Con ella al frente, la actividad de la fundación se multiplicó, involucrando incluso a las universidades de Harvard y Georgetown.

Con el paso de los años a Eunice le dieron todo tipo de premios y doctorados en las mejores universidades del mundo. Ella siguió, tenaz y discreta, con su vida ordenada y su misa diaria en la parroquia de Mercy, cerca de Washington. Era una católica ortodoxa y a la vez una destacada integrante del Partido Demócrata, al que siempre perteneció y al que se enfrentó con fiereza por la postura pro-aborto de sus compaleros. Incluso fundó la asociación Feministas pro Vida. Una de las últimas distinciones se la dio Benedicto XVI al reconocerla con la Orden de San Gregorio Magno.

Con ella se fue lo mejor de una dinastía legendaria.