A los 21 años era un chaval inquieto y enamorado del atletismo. Sus amigos le decían que lo suyo era el baloncesto, pero Dick también era terco: a él le gustaban el salto de altura y el campo. En ese orden. Su pasión por los cultivos la saciaba estudiando ingeniería agrónoma. Con el salto de altura lo tenía peor porque era muy flaco y, en aquella época, los entrenadores buscaban saltadores robustos. Atletas lentos, pero potentes. Así que, después de muchos fracasos, Dick fue separado del equipo. “No vales para este deporte, chico. Inténtalo con el baloncesto”.
Ese revés le hizo pensar. Mucho. Tanto pensó que su disculpa fue inverosímil: cuestionar la técnica que le habían enseñado. Alguien dijo entonces que, además de mal saltador, era tonto. Él siguió baturro en su idea, secuestrado día y noche por la obsesión de encontrar un camino nuevo, empeñado en descubrir una fórmula para volar por encima del listón. Encontró la solución gracias a
Con su innovación ganó los campeonatos universitarios de EE.UU. y se clasificó para los Juegos Olímpicos de 1968. El 20 de octubre nadie esperaba verle en la final del salto de altura. Pero allí estuvo. Cuentan los presentes que Fosbury se paró en su último intento a unos cincuenta metros del listón, inmóvil como una estatua griega. Aquellos momentos de concentración extrema congelaron el aire y, por unos instantes, un silencio olímpico reinó en el estadio. Justo hasta que las gradas –ansiosas por verle saltar antes de la llegada del maratón– rompieron a gritar: “¡Ándale, gringo! ¡Ándale!".
Entonces Dick empezó a abrir y cerrar los puños mientras hacía ruidos con la garganta. Mugía igual que una vaca, como si quisiera sacarse el salto de las entrañas. Comenzó a balancearse jaleado por el público y, de pronto, echó a correr. Corrió. Cada vez más rápido, más alto, más fuerte. Y ocurrió el milagro. Fue ante miles de ojos incrédulos que vieron a un hombre volar de espaldas. Un rayo en camiseta azul marino y pantalón blanco. Un atleta suspendido de la nada, dorsal 272 y el listón por debajo del cuerpo.
Era Richard Fosbury consagrando las mejores Olimpíadas de
Al terminar el sueño de México 68, Dick regresó a su Escuela de Ingeniería y la vida le obligó a elegir: el atletismo o la universidad. No lo dudó. Al terminar sus estudios, Fosbury colgó las zapatillas, esquivó a la fama y se hizo granjero. Fue su último salto. El más grande.
3 comentarios:
Increíble Nacho, y muy bueno
Que va hombre;las mejores Olimpiadas fueron las de Barna.
En ellas el niño V. Javier García Molina llevo la antorcha olímpica a través de un puente ante el delirio de los presentes y de sus amigos, muchos de ellos(los amigos, no los presentes) con terrible resaca. Con unos gayumbos de amebas rosas más largos que el pantalón blanco transparente que le dieron para correr...
Increibles las Olimpiadas de Barna...además Decibelios le dedicaron una canción..."Barna 92 dónde coño estaré yo"...solo por esos dos hitos ya supera todo lo inimaginable. Bueno, eso y el pavor y el horror del dueto de Fredy Mercury y la Caballé..."Barseloooooooouna...ououououououououhhhh...Barselouuuuuuuuuna". Todavía tengo pesadillas.
Un saludo.
Efectivamente, en Barcelona 92 el equipo ETÍOPE se salió de todo lo previsto.
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