Algunos cines de Estados Unidos anunciaron a los espectadores más desprevenidos que El árbol de la vida
era una película “rara”, pero el adjetivo no impidió que cosechara
elogios entusiastas entre muchos críticos y entre no pocos aficionados.
Hay quien sostiene abiertamente que se trata una verdadera obra de arte.
Lo que parece claro es que la película ha confirmado que Terrence Malick es un director que funciona al margen de todos los demás.
Terrence Malick (1943) es un cineasta difícil, de la estirpe de
Tarkovski y
Erice, emparentado con
Bergman o
Kubrick
en su tenaz búsqueda de respuestas. Al fin y al cabo, un director que
rueda cinco películas en 38 años se toma las cosas con calma.
2011 fue año de estreno para Malick, que llevaba más de un lustro en silencio. Su última obra se titula El árbol de la vida, película con la que ganó por primera vez la Palma de Oro de Cannes. El árbol de la vida
es una sorprendente reflexión sobre el origen del mundo, Dios y sus
criaturas, a través de los ojos de un niño americano de la década de
1950. En el reparto, actores de primera fila como Brad Pitt o Sean Penn y una semidesconocida Jessica Chastain, magnífica en su papel de madre. Como magnífica es la fotografía y la música.
La película ha cosechado reacciones desiguales entre los espectadores
de a pie —muchos abandonaron las salas donde se exhibía por
considerarla “una película rara”—, pero los elogios han sido bastante
unánimes entre la crítica. Carlos Boyero (El País) lo tuvo muy claro desde que la vio en Cannes: “Malick
se inventa un lenguaje de artista superior para hablar de la
iniciación, del descubrimiento permanente. Su prodigiosa cámara recrea
juegos, estados de ánimo, miedos, visiones, enigmas, amores, paisajes,
libertad, asombro, dudas, olores, revelaciones que te acompañarán toda
tu vida y la lacerante nostalgia de haber vivido alguna vez en un
paraíso que se ha perdido”. Pablo Jáuregui (El Mundo) se detiene en las relaciones que establece la película de Malick con la ciencia y la religión: “El árbol de la vida ofrece un banquete de eso que los ingleses llaman food for thought
(alimento para la reflexión), sobre nuestro lugar en el Universo, y la
cadena cósmica que ha llevado a una circunstancia tan extraordinaria
como la posibilidad de que yo ahora mismo pueda escribir estas palabras,
y usted pueda leerlas”. Jerónimo José Martín
(Aceprensa) habla de “un conmovedor canto a la vida y una verdadera obra
maestra, tanto en su utilización de los recursos fílmicos como en su
valiente inmersión en la naturaleza trascendente pero herida del ser
humano”.
Filósofo y periodista. No es fácil concretar dónde empezó el recorrido hacia esas valoraciones entusiastas de El árbol de la vida. Hay quien sostiene que Malick
nació en Waco (Texas) y hay biografías que afirman que vio la luz en
Ottawa (Illinois). Quizá lo más honrado sea reconocer que no está claro
dónde nació Malick. Él, as usual, guarda silencio sobre sus orígenes. Ni consiente ni disiente. Calla, pero tampoco otorga.
De Terrence Malick se conoce su diminutivo, Terry,
y a su familia, originaria de Oriente Medio. Su padre, figura esencial,
era católico maronita libanés y su madre una norteamericana evangélica.
Sin embargo, los Malick siempre convivieron con el misterio, componente inevitable del mundo oriental e ingrediente básico en la existencia familiar.
Uno de sus dos hermanos, Larry, era un guitarrista clásico notable, discípulo de Andrés Segovia
en los cursos de verano de Música en Compostela. Pero también era
obsesivo y exigente. Tanto que se rompió las manos “por no poder
expresar su universo interior”. Poco después Larry Malick se suicidó y su muerte dejó otro poso de melancolía en Terry, dolor reforzado por el fallecimiento del hermano pequeño, Chris, abrasado en un accidente de automóvil.
Quizá por eso Malick decidió estudiar filosofía en Harvard y preparar una tesis doctoral sobre Heidegger, su filósofo de cabecera por su capacidad de abrir mundos y por su demolición de la metafísica. Malick tenía 21 años y una audacia indiscutible. Temeraria, pero indiscutible.
Alguien de Oxford descubrió entonces su capacidad intelectual y
consiguió que le dieran la beca Rhodes, quizá la más prestigiosa del
mundo y sin duda la más antigua. Ingresó en el Magdalen College
fascinado con el estilo oxoniense, algo comprensible si has nacido en
Texas o incluso en Illinois. Pero Terrence, fiel al fatalismo de los Malick,
no perseveró y decidió mudarse a Londres. Justo antes de abandonar
visitó a su director de tesis para aclararle: “Eres un perfecto
ignorante”.
En la capital británica trabajó un tiempo para Newsweek y Life
de periodista independiente, pero de nuevo se cansó y decidió volver a
los Estados Unidos. Volvió también a la filosofía, siempre la filosofía,
como vuelve un hijo pródigo. Ahora bien, amar la sabiduría (aunque sea
para dar clase en el MIT, su nuevo destino) equivale a ser “sospechoso”.
Al fin y al cabo, pensar es la actividad más subversiva del mundo. Y
eso te convierte en raro y peligroso. Al menos, de entrada.
El Malick adolescente podía ser muchas cosas, pero
no un inadaptado. En sus años de High School (modesto “instituto”
hispánico) fue un excelente alumno, un muchacho simpático y culto, e
incluso un buen jugador de fútbol americano Como deportista Malick
era lento, dicen, pero sorprendente por su visión de juego. Años más
tarde su cine sería similar. Pausado, pero creativo. Complejo y
brillante hasta el enojo.
El público, sin embargo, no supo apreciar ese talento en su primera película, Lanton Mills, que dirigió en 1969 con música y guión propios. En los ratos libres (porque los tenía) traducía al viejo Martin (Heidegger), amor nunca abandonado. Lo más sorprendente de Lanton Mills no es que Malick actuara (junto a Harry Dean Stanton, habitual de Sam Peckinpah) o que durase 17 minutos. Nada de eso. Lo increíble es que era ¡una comedia de vaqueros!
Por aquella época acababa de terminar un máster en Arte en el American Film Institute de Los Ángeles. Allí conoció a John Cassavetes y David Lynch, dos cineastas empeñados también en crear sus propios universos. El mecenas de los experimentos cinematográficos era Jack Nicholson, Easy Rider
de reparto, que lo mismo se iba a Inglewood a ver a los Lakers en
primera fila, que desaparecía cuatro días (con sus correspondientes
noches) para discutir guiones con Lynch y Malick entre vapores etílicos y marihuana. ¡Ah! la bohemia.
Los siguientes dos años Terry el etéreo hizo de todo para sobrevivir. Por ejemplo, colaborar en el guión de Harry el sucio, demostración palmaria de que hasta los genios tienen que comer. Primum vivere, deinde philosophari.
Abril es el mes más cruel. Cuatro años tardó Malick en recuperarse del esfuerzo creativo de los 17 minutos de Lanton Mills. Hasta 1973. Ese fue el momento elegido para estrenar su primera película de verdad, Malas tierras (Badlands en inglés, que bien pudo traducirse como La tierra baldía, la del esencial y esencialista T.S. Eliot), un estudio sobre el hastío vital que hubiera firmado el mismo Godard.
Malas Tierras es una
road-movie que sigue la huida de un asesino (
Martin Sheen) y su novia adolescente (
Sissy Spacek antes de ser la atormentada
Carrie de mirada ardiente). Así, de entrada, no es una película para ir con hijas adolescentes. En ella
Malick
retrata un país a la deriva entre mitos derruidos y un futuro sombrío.
Es decir, los Estados Unidos de comienzos de la década de 1970,
atrapados en la violencia vietnamita, la revolución sexual y la
lisérgica contracultura
beat. Todo muy alternativo, pero con inesperados beneficios para
Malick, que vendió los derechos de distribución a Warner Bros por el triple de lo que había costado la película.
Los beneficios de Malas tierras le permitieron pasar los siguientes tres años centrado en el guión de Días del cielo (Days of Heaven), estrenada en 1978 con música de Morricone y fotografía de Néstor Almendros, que ganó el Oscar por este trabajo.
Protagonizada por Richard Gere, Días del cielo gira alrededor de un triángulo amoroso y rural en la década de 1910. Para entonces Malick ya se había divorciado de su primera esposa y tanto Dustin Hoffmann como Al Pacino habían rechazado el papel principal. En principio, ambos sucesos no tienen relación, pero nunca se sabe.
La película es una parábola preciosista sobre el cielo y el infierno
donde los protagonistas son un poderoso granjero de Texas (Dios en su
Edén particular) y una pareja de supuestos hermanos que, en realidad,
son amantes (¿Adán y Eva?). Sin
embargo, estos renunciarán a todo para escapar de la pobreza (infierno
terrenal) y quedarse con el granjero a cambio de… Lo mejor es verla.
Los franceses, siempre dispuestos a adoptar a los genios, aunque ellos se resistan, distinguieron a Malick con el Prix de la mise en scène (léase “Mejor director”) en Cannes. Por delante incluso de Coppola, que se llevó la Palma de Oro a la mejor película con Apocalypse Now.
Pese a los esfuerzos de la distribuidora, Días del cielo fue
un estrepitoso fracaso de público y un magnífico éxito de crítica,
circunstancia que el director ignoró, pero que enfureció a la Paramount,
cansada de los dos años de post-producción que se tomó Malick como si no ocurriera nada.
Sin embargo, ocurrió y, después de ese choque con la gran industria, llegó el silencio. Fundido en negro y au revoir. Malick desapareció.
Dicen que se fue a París, se casó de nuevo y también que se divorció
para intentarlo por tercera vez (el corazón tiene razones que la razón
no entiende).
Una delgada línea roja. Con estos
antecedentes hay que tener valor para asomarse a sus películas, de las
que siempre es guionista en solitario. Como el esquivo guardián entre el
centeno (críptico y malhumorado Salinger), Malick
no concede entrevistas, no hace promociones y prohíbe que se le
fotografíe. Todo por contrato. Sólo por esto último merece respeto
eterno.
A Malick el “gran público” no le importa demasiado.
Así que ir al cine a entretenerse con una de sus películas es suicida.
Para eso ya están Oliver Stone o Pedro Almodóvar, enredado hoy en la piel que habita para regocijo del citado Carlos Boyero, rey de armas en El País.
Incluso aunque aparente ser de guerra, una de Malick siempre esconde peligros. Por ejemplo, la famosa La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), regreso triunfal que algunos críticos consideran el summum del cine bélico. Ignoro si es la mejor, pero indudablemente de las mejores. Habría que interrogar a Kubrick y Coppola. Tardó 20 años en estrenarla.
El guión se basó en una novela de James Jones (autor también de De aquí a la eternidad, con Burt Lancaster y Deborah Kerr sobre la arena). En La delgada línea roja Malick
analiza el sufrimiento humano en un escenario épico, la batalla de
Guadalcanal (Islas Salomón), ofensiva mayor norteamericana contra el
imperial Japón. Hacía un siglo que no filmaba, por eso se permitió el
lujo de incluir más reflexiones interiores de lo habitual (“Sólo me
siento solo cuando estoy con gente”), el stream-of-consciousness que media España (de izquierdas) aprendió con Tiempo de silencio de Martín-Santos. Puro realismo dialéctico.
En realidad esa película no es bélica. Nunca. Jamais de la vie. Never ever, que diría John Wayne en su versión boina verde… si hubiese estado vivo para verla. Lo que Malick hace es analizar cómo la guerra degrada al hombre, pero alejado del pesimismo insuperable de Kubrick en La chaqueta metálica.
Es más bien una lucha contra la naturaleza, ámbito donde rigen unas
leyes propias que escapan al control humano. Escenas como la de los
niños nadando en unas aguas tan azules que parecen el cielo, anuncian
que en este mundo hay otro más sencillo, más hermoso, pero difícil de
descubrir y conservar.
El hombre, viene a decir, altera continuamente la Creación que Dios
le regaló y que apenas comprende (el hombre, se supone que Dios la
entiende perfectamente). Por ese motivo, es fascinante ver a un grupo de
soldados exhaustos de aquí para allá en un espectacular entorno
tropical que les envuelve y les supera. Como si Malick
dijera: “Bien, os concedo que la guerra es amarga, pero pasará. La
naturaleza (la jungla, los insectos, las serpientes) le sobrevivirá”.
Quizá el momento de la película que resume todas sus intenciones es
aquel donde los soldados se cruzan con un nativo que camina ausente.
Casi se rozan con él, muerto vivente de otra dimensión. Ajeno a la
destrucción que esos militares están a punto de provocar. Pocas veces
una secuencia tan sencilla ha expresado tanto. ¿El problema? La película
dura casi tres horas, la voz narradora es omnipresente y hace falta una
paciencia bovina para seguir el hilo argumental.
Apenas siete años más tarde (“apenas” para el ritmo de Malick) se estrenó su cuarta película, El nuevo mundo (The New World, 2005), una versión libre y panteísta de la leyenda americana de la india Pocahontas en Virginia, siglo xvii, tomada como recurso para reflexionar sobre las ventajas e inconvenientes de la civilización.
Poco antes estuvo a punto de dirigir la película sobre “Che” Guevara, con guión de Soderbergh, pero ese proyecto tuvo problemas financieros y Malick huyó. Pese a contar en el reparto con Colin Farrell, Christian Bale y Christopher Plummer, El nuevo mundo
fue un nuevo fracaso de taquilla. Costó 30 millones de dólares y
recaudó 30,5 cuando, para ser rentable, debe recaudar al menos el doble
de lo que costó. Da la sensación de que hay personas orgullosas de
perder dinero con las ideas de este director.
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Jessica Chastain, actriz pincipal |
La vida como un árbol. En la obra de Terrence Malick casi nada es lo que parece, paradoja que se siente con especial fuerza en su último estreno, El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), una historia profunda que desafía al espectador en los planos visual e intelectual.
Quizá sea una especie de sea-mail, mensaje en la botella lanzada a la mar océana. Poco importa. Como también importa poco que los actores sean un severo Brad Pitt o un Sean Penn lánguido. Lo que cuenta es el guión (de Malick, con el visto bueno de Malick), fino alambre en el que suspende emociones y pensamientos eternos. El amor, el fracaso, la ira o el miedo.
En El árbol de la vida (Palma de Oro en Cannes) se mezclan, aparentemente sin sentido, versículos del bíblico Libro de Job
con reflexiones sobre el origen del universo o el lento discurrir
cotidiano de una familia de clase media americana durante la Guerra
Fría. ¿Cómo se descifra eso? Ciertamente, con dificultad. La primera
media hora de película es arduo saber de qué te hablan.
La historia gira alrededor del sentido de la vida. No como lo hicieron los irreverentes Monty Phyton, entonces ya en decadencia. Eso no. Más bien, la vida y el universo en plan Rahner o Bergman. Cosmología y metafísica de la religión. El caso es que Malick
aparenta inicialmente una visión veterotestamentaria de la divinidad.
Perdón por escribir “veterotestamentaria”, quería decir judía. Judía en
el sentido de concebir a Dios como un ser al acecho, iracundo e
imprevisible.
De hecho, el título de la película está tomado de uno de los símbolos
cabalísticos más importantes del judaísmo. Ese “árbol” nos acerca a la
comprensión de Dios y cómo Él creó el mundo a partir de diferentes
estadios (la Sabiduría, la Misericordia, la Justicia o la Gloria),
entendidos como emanaciones perfectas de Yahvé.
En ese escenario Malick despliega su elipsis divina
sobre el árbol de la vida (Génesis 2:9), aquel que representa la
inmortalidad, y que coprotagoniza la historia del Jardín del Edén con el
árbol más famoso de la Historia: el árbol de la ciencia del Bien y el
Mal.
El protagonista de la historia es Jack O’Brien (cuyas iniciales son
las de “Job”), un muchacho inquieto e introspectivo que cuestiona el
mundo y las reglas de ese mundo. Reglas que establece su padre (Brad Pitt),
aunque también se las salte cuando nadie le mira, para intentar educar a
sus tres hijos varones (clara alusión a los tres hermanos Malick).
El progenitor es un hombre íntegro y riguroso como buen católico
preconciliar, pero que pone continuamente al joven Jack a prueba –como
Dios a Job–. ¿Para qué? Para fortalecerlo y enseñarle a sobrevivir en un mundo inhóspito. Digamos que Brad Pitt/Dios es como la naturaleza: inmisericorde, pero atractivo; refugio y castigo a un tiempo.
En medio de tanta confusión la madre de Jack es el polo opuesto.
Habla (voz en off, estoy seguro de que no pudo evitarlo) de la
misericordia, del arrepentimiento, de la alegría. Ella representa la
Nueva Alianza, el misterio cristiano, el milagro de vivir. Ella es la
persona que le enseña qué es la Gracia, entendida como elevación de la
naturaleza humana hasta desembocar en la vida sobrenatural. Por eso
también su madre es Dios, el mismo Dios del Nuevo Testamento, que le
asegura: “Si no sabes amar, Jack, tu vida pasará como un destello”.
De modo que Dios está representado por el padre y la madre de Jack.
No tiene sexo. Es hombre y mujer a la vez. Pero el pequeño Jack/Job debe
descubrir por sí mismo el mensaje que ese Dios (Creador y Arquitecto
del Universo por un lado; Padre y Redentor por otro) tiene reservado
para él. Un mensaje de dolor (la muerte de su hermano en la guerra),
incomprensión y angustia. De tremenda soledad interior en medio de una
acompañada frivolidad. No es casual que Jack adulto (interpretado por Sean Penn) sea un exitoso y retraído arquitecto de Houston.
Sin embargo, dice el guión, hay dos caminos para recorrer la vida: el
de la naturaleza y el del espíritu. “Y debes elegir cuál vas a seguir”.
Por eso la historia gira sobre la Gracia y el perdón. En ese orden. Una
Gracia que es la única que nos permite sobrellevar el absurdo mundo
natural (hosco, implacable) hasta que aceptemos el designio divino
(¿inescrutable?) sobre nuestras propias vidas. Y perdonar. Perdonar a
Dios por habernos abandonado a merced del odio y la muerte (¿el infierno
es el Otro? Habría que preguntárselo a Sartre), censura que Malick ya había desarrollado con crueldad en La delgada línea roja.
Sólo así se entiende que el protagonista (Jack/
Job)
perdone a su padre (Dios) y que ese perdón le redima y le permita gozar
de la visión beatífica junto a todas las personas a las que ha amado. En
síntesis, solo si caemos, lloramos y perdonamos (tanto a Dios como a
los hombres) podremos entrar en el Reino de los Cielos.
Como escribió en Esquire David Thompson: “Pensemos lo que pensemos de El árbol de la vida
y de su oscilación entre lo sublime y lo ridículo, para los amantes del
cine y sus sueños extravagantes al margen de obligaciones como el
ingreso en taquilla, Malick convence al mundo de que
los cineastas pueden ser mejores de lo que son. Capaces de crear una
película que cambiará nuestro modo de pensar. Todo parte de la gracia y
la belleza que el artista ve en el mundo. Porque él difiere de Stanley Kubrick en un elemento clave: Kubrick era de un pesimismo indomable. Malick es un creyente”.